Blues Project. Cartel psicodélico de Victor Moscoso. |
Cuando
volvieron a la casa de la comuna, Germán y Suzanne guardaron los cogollos de
marihuana recién cogidos en la bodega, un sótano de muros de piedra, fresco y
umbrío, que servía como secadero para la cosecha. Luego subieron a la sala de
estar y Suzanne salió para sentarse en el porche, mientras Germán se quedaba
dentro, recostándose sobre un desvencijado sofá de tono rojo oscuro. Pasó un
rato en duermevela, intentando dormirse del todo, hasta que Paul entró por la
puerta de la calle, buscando algo de fruta para comer en el frutero que había
sobre la mesa. En aquel momento, Germán abrió sus ojos entrecerrados y no pudo
evitar cómo su mirada se fijaba en la espalda de Paul: una espalda musculosa y
ancha, que se adivinaba tras una camiseta blanca ajustada, y unas nalgas
fornidas que se traslucían bajo sus pantalones vaqueros. No era la primera vez
que sentía atracción por un hombre: cuando paseaba por las calles de Madrid o
cogía el metro para dirigirse a su trabajo, a veces se fijaba en algunos
transeúntes de singular belleza, que resaltaban entre la muchedumbre como
estrellas fugaces entre las sombras de la noche. Y más de una vez habría
deseado besar aquellos rostros, acariciar aquellos cuerpos, pero el miedo a lo
que dirían su familia, sus amigos y su entorno lo paralizaba. Ahora aquella
sensación retornaba de forma inesperada y no tenía que rendirle cuentas de sus
actos a nadie. Siguió mirando a Paul con lascivia, hasta que éste se volvió y
le dirigió una mirada que revelaba una mezcla de extrañeza y deseo. Acto
seguido, le preguntó a Germán:
–¿En
qué piensas?
–Hace
mucho calor –le respondió Germán–. La sangre se me altera.
–¿Qué
quieres decir?
–Me
apetece hacer cosas nuevas, cosas que jamás he probado hasta ahora…
–¿Por
ejemplo? –le preguntó Paul, quien se mantenía a la expectativa, guardando una
prudente distancia respecto a Germán.
–Me
gustaría acariciar a un hombre.
Paul
se acercó a Germán. Él también era bisexual, pero lo reconocía abiertamente, y
había vivido algunas experiencias eróticas con hombres, primero en Alemania,
visitando bares y clubes de ambiente homosexual, y más tarde en las orgías que
de vez en cuando celebraba la comuna.
–¿Quieres
que te acaricie? –le preguntó Paul.
–Sí.
Paul
se sentó en el sofá y ambos comenzaron a besarse. Se sentían cada vez más
excitados. Su respiración y sus latidos se aceleraban cada vez más.
–Vamos
al baño y cerremos la puerta –le susurró Paul–. Así nadie nos molestará.
Entraron
en el cuarto de baño, que se situaba junto a la sala de estar, y cerraron la
puerta sin pasar la llave.
–Echemos
un polvo rápido –le pidió Germán a Paul–.
–¿Qué
prisa tienes? Si corres demasiado no disfrutarás –le aconsejó Paul–.
Paul
se bajó los pantalones y los calzoncillos. Germán abrió la cremallera de los
suyos para sacar el pene. Era la primera vez que mantenía relaciones sexuales
con un hombre. Introdujo su falo erecto entre las nalgas de Paul y enseguida lo
invadió un fuerte goce. Comenzó a sacudirlo con energía dentro del recto de
Paul y éste emitió los primeros jadeos de satisfacción.
–Más
despacio –le rogó el alemán–.
Germán
bajo el ritmo de las sacudidas y siguió acometiendo, mientras Paul se
masturbaba furiosamente y las manos de Germán acariciaban su torso musculoso.
Alcanzaron el orgasmo casi al mismo tiempo: Germán eyaculó en el recto de Paul
y éste lo hizo unos segundos más tarde, culminando su masturbación con un
chorro de semen que se vertió sobre la taza del inodoro. Todavía Germán estaba
acoplado a Paul cuando la puerta del baño se abrió de golpe. Ambos se quedaron inmóviles por el
sobresalto, como figuras de hielo. Suzanne los había descubierto en pleno
desarrollo de sus juegos carnales.
–Perdón.
No sabía que estabais ahí –respondió Suzanne y cerró la puerta de inmediato–.
Ninguno
se volvió para mirarla, pero su tono de voz no delataba ira ni escándalo, sino
una sensación de absoluta normalidad, como quien entra en una habitación y sale
en cuanto descubre que está pisando un suelo recién fregado. Aquella noche los
miembros de la comuna cenaron todos juntos, como de costumbre. Mientras tomaban
una sopa de verduras que Alice había preparado, Suzanne y Paul seguían
llevándose como siempre, al menos en apariencia: se miraban sin recelo, como si
ningún motivo los hubiera enemistado, y de sus labios no salía ninguna
indirecta sobre el asunto de aquella tarde. Por el contrario, conversaban sobre
el cultivo de marihuana y los abundantes cogollos que estaban recogiendo
aquellos días, como si nada hubiera sucedido entre ambos. Únicamente Germán
andaba un poco taciturno, pues temía que la discordia estallara después de la
cena, cuando los demás se marcharan a sus habitaciones, y no paraba de observar
a los dos con disimulada fijeza, esperando que sus temores se confirmaran. Cada
uno de los miembros de la comuna, incluso Paul, recogió su plato cuando terminó
la cena y subió a los dormitorios, hasta que sólo quedaron Suzanne y Germán en
el comedor. Desde aquel momento, un silencio incómodo se apoderó de la
estancia. Suzanne llevó su plato a la cocina y volvió a sentarse; Germán hizo
de inmediato lo mismo, tomó una cajetilla de tabaco que había en el centro de
la mesa y fumó un cigarrillo. La joven americana permanecía callada, con el
semblante serio, pero no mostraba signos de enfado ni de contrariedad.
Simplemente parecía cansada por el trabajo de aquel día. Sin embargo, Germán no
sabía cómo hablarle para romper aquel silencio que lo estaba desesperando.
Finalmente se atrevió a decirle algo.
–Suzanne…
–Dime.
–Te
noto muy callada… ¿Te has enfadado conmigo?
–¿Por
qué debería haberme enfadado?
–Por
lo de Paul y yo…
–¿Por
eso? Me parece normal. Yo he mantenido relaciones con mujeres.
Germán
la miró desconcertado, pues no se imaginaba que Suzanne le respondería de
aquella manera. Tomó aliento para seguir hablando.
–¿Sabes?
Fue algo inesperado. Sentía ganas de probar el sexo con un hombre, y de repente
Paul estaba allí, incitándome con su cuerpo maravilloso…
–No
tienes que justificarte. Eres libre para disfrutar con tu cuerpo como quieras.
Y nadie, ni siquiera yo, tiene derecho a juzgarte por ello.
–Pero,
¿no estamos enamorados? ¿No nos queremos?
–Claro
que sí. Pero amar a alguien no significa poseerlo como un objeto. No debo
tratarte así, ni tú debes hacerlo conmigo. Lo contrario no es amor, sino
esclavitud encubierta. Mira, yo también me acuesto a veces con Alice… Hacemos
nuestras cosas cuando nos apetece. Y nadie se lleva las manos a la cabeza. ¿Por
qué me debería limitar a quererte sólo a ti o sólo a Alice? Sólo vivimos una
vez y estamos llamados a repartir el amor entre las personas con las que nos
cruzamos en la vida.
Germán
se quedó pensativo, sumiéndose en un profundo silencio. Todos los esquemas que
su educación le había enseñado sobre las relaciones afectivas se habían venido
abajo como un castillo de naipes.
–Nunca
había conocido una mujer tan sabia como tú. Y no lo digo para adularte, sino
tal y como lo pienso. Eres joven como yo, pero hablas con una madurez
impresionante, una madurez a la que muy pocas personas llegan. Yo todavía
necesito aprender mucho.
–Si
tú lo piensas así… Desde que tomé la decisión de venir a Brasil, cuando aún
vivía en Estados Unidos, mi familia, mis amigos y el resto de la gente me
dijeron de todo: que era una ilusa, que había perdido la cabeza, que iba a
tirar mi vida entera por la borda… Unos procuraban disuadirme de la idea, con
buenas intenciones; otros se limitaban a reírse de mí con bromas pesadas o
crueles. Algunos días terminaba llorando a solas en mi cuarto, pues me sentía
como si todo el mundo me despreciara. Sin embargo, desde que vivo en la comuna
me he dado cuenta de un hecho curioso: la madurez no depende tanto de los años
cumplidos como de la actitud ante la vida. Una persona de veinte años, según su
forma de pensar, puede comportarse con mayor madurez que una de sesenta. Y esta
situación ocurre más de lo que parece.
Germán
se sentía feliz, pero también desconcertado. Algunas veces discutía con Suzanne
por bagatelas de la vida cotidiana. Tras aquellas discusiones, ambos dejaban de
hablarse durante unas horas o todo el día, pero al día siguiente no tardaban en
reconciliarse y olvidaban sus diferencias. Una mañana de sol abrasadora,
Suzanne había salido al porche desnuda para fumarse un canuto de marihuana.
Germán se había acostumbrado a que los miembros de su nueva familia anduvieran
desnudos por las habitaciones de la casa, pero aún le chocaba que salieran de
allí sin ropa.
–Hace
un día muy caluroso. ¿Por qué no te desnudas como yo? –le sugirió Suzanne con
absoluto desenfado, sin cuidarse de escrúpulos morales–.
–Prefiero
quedarme así, de verdad. No tengo mucho calor –respondió Germán con pudor
contenido–.
–¿En
serio? ¡Líbrate ya de la maldita vergüenza! –le respondió Suzanne– Quedarse
desnudo al aire libre no es ningún delito. Y los que no quieran vernos así ya
pueden mirar hacia otro lado.
Suzanne
se acercó despacio a Germán y comenzó a desabrocharle la camisa, poniéndolo
contra la barandilla del porche. Mientras sus manos trajinaban sobre el pecho de
Germán, él notó una fuerte y súbita erección. La tomó en sus brazos para
comérsela a besos. Acto seguido, se bajo los pantalones y la penetró de forma
impetuosa, con la virilidad salvaje de los caballos y los toros. Ella jadeaba
sin descanso, con la respiración cada vez más entrecortada, como si fuera a
desmayarse de un momento a otro. Su pecho se acompasaba con el ritmo de sus
jadeos. A Germán le parecía estar abrazando una criatura tan frágil como
poderosa, una vasija de arcilla que estuviera a punto de quebrarse entre sus
manos, derramando una luz infinita sobre todo su cuerpo.
–Más
suavemente, por favor –le pidió Suzanne–.
Germán
accedió a su ruego y disminuyó la fuerza de su acometida. Lentamente fueron
llegando al orgasmo, hasta que Germán sacó su pene de la vagina de Suzanne, con
un brusco movimiento, y lanzó un generoso chorro de semen sobre la tarima del
porche.
–Podías
haber seguido –le dijo Suzanne–.
–No
tenemos condones y no quiero dejarte embarazada –replicó Paul–.
–No
importa. Tomo la píldora anticonceptiva –respondió Suzanne–. Un contrabandista
me la vende a buen precio.
–Habérmelo
dicho antes. De lo contrario no hubiera dado marcha atrás.
En
las siguientes semanas, la relación de Germán y Suzanne fue madurando hasta
consolidarse. Como si fuera Diótima, la sacerdotisa de Eros que enseñó a
Sócrates su doctrina sobre el amor, Suzanne descubrió a Germán toda una visión
de los afectos y de la sexualidad que ignoraba por completo. Al principio, a
Germán le costó mucho aceptar la idea de las relaciones abiertas, pero con el
tiempo le parecía cada vez más sensata y razonable. Comprendió que debía
construir su identidad y sus preferencias sexuales según sus deseos más
íntimos, sin someterse a la dictadura de las normas sociales, pues sólo así
permanecería fiel a sí mismo y evitaría convertirse en esclavo de prejuicios y
mentiras. Al mismo tiempo, Suzanne lo inició en el consumo de las drogas
alucinógenas. Brasil ofrecía un campo abonado para conseguir y probar
diferentes sustancias que las culturas indígenas habían empleado para
comunicarse con los muertos y con los dioses. La ayahuasca era una de estas
drogas, que Suzanne ya había probado en varias ocasiones. Una mañana, mientras
Germán y Suzanne recogían aguacates en las huertas de la comuna, ella introdujo
el tema en la conversación.
–¿Y
si bebiéramos juntos una dosis de ayahuasca? –sugirió Suzanne.
–¿Ayahuasca?
He oído alguna vez el nombre de esa droga –respondió Germán intrigado–. ¿En qué
consiste?
–Es
una especie de infusión que se prepara con varias plantas de la selva. Algunas
tribus indias la usan para viajar por el más allá y hablar con sus muertos.
–Eso
promete –dijo Germán entre risas–. Pero, ¿no sería demasiado fuerte para
nosotros?
–Si
sabes cómo consumirla, no te pasará nada. Un chamán de la selva me enseñó a
hacerlo.
–¿Ya
la has probado? –preguntó Germán con asombro.
–Sí.
Un par de veces, siguiendo las instrucciones del chamán.
–Nunca
he probado alucinógenos. Me dan miedo. Mucha gente se ha vuelto loca o se ha
quedado muerta por consumirlos.
–No
temas. Yo sé la dosis adecuada y las precauciones que se deben tomar con la
ayahuasca. Me gustaría, si quieres, que los dos hiciéramos un viaje con ella.
Pero sólo debes usar la droga cuando te sientas preparado. Si la tomas con
miedo pasarás un mal viaje y no querrás volver a probarla.
–Si
la tomas conmigo, no tendré miedo, aunque vea dragones y demonios en el viaje
–repuso Germán medio en serio, medio en broma–.
–Lo
que veas o no depende no sólo de la droga, sino también de ti mismo. Si te
pones angustiado o nervioso, el viaje será para ti como una bajada a los
infiernos, pero si te relajas verás auténticas maravillas.
–¿Cuándo
habías pensado tomarla?
–Mañana
por la tarde, Pero, si quieres, podemos dejarlo para otro día. No hay prisa.
–No.
Estoy dispuesto a tomarla mañana.
–¿Seguro?
–Sí.
Si me acompañas en el viaje, no perderé la calma.
–De
acuerdo. Mañana por la tarde lo haremos.
Al
día siguiente, sobre las cuatro de la tarde, Germán había caído en duermevela,
tumbado sobre la hamaca del porche, bajo el clima de sosiego que respiraban el
jardín y las plantaciones cercanas. Desde los árboles, algunos pájaros trinaban
con acentos metálicos. Hacía mucho tiempo que no disfrutaba de la indolencia
sin sentirse culpable, pues desde su entrada en la universidad se había
sometido a un ritmo de trabajo incesante, primero en las aulas y más tarde en
la compañía de seguros. Se había convertido, en suma, en un esclavo de la
productividad sin darse cuenta. De repente, Suzanne abrió la puerta y salió al
porche.
–Es
la hora del viaje –le avisó con voz muy suave para no despertarlo bruscamente–.
–Sí.
Vamos.
Germán
se incorporó de la hamaca, despabilándose con rapidez. Los dos entraron en la
casa y subieron al dormitorio de Suzanne. La habitación estaba amueblada de
forma sencilla pero digna, con una cama matrimonial, una mesilla de noche, un
par de sillas, un armario y una estantería para libros. Sobre su mesilla de
noche, la joven americana había puesto una botella que guardaba la infusión
mágica y dos tazas para beberla. Mientras miraba la colección de libros
alojados en la estantería, Germán distinguió varias obras de Michel Foucault: Vigilar y castigar, Historia de la sexualidad e Historia
de la locura.
–Por
lo que veo, te gusta la filosofía –dijo Germán–.
–Empecé
a leer a Foucault con veinte años, cuando estudiaba periodismo –respondió
Suzanne–. Cambió mi forma de pensar y mi vida con ella. Creo que, si no lo
hubiera leído nunca, no estaría aquí.
–Serías
un ama de casa aburrida en un lujoso chalet americano –se rió Germán–.
–Probablemente
–se rió Suzanne–. Foucault me enseñó muchas cosas. Gracias a él entendí que
nuestra visión del amor y del sexo está llena de prejuicios y estereotipos. Y
sobre todo aprendí que nadie tiene derecho a controlar nuestros cuerpos: ni el
estado, ni la religión, ni la familia.
–Estoy
de acuerdo contigo. Pero al mundo le costará mucho cambiar sus ideas.
–Tardará
mucho, sí, pero confío en que algún día las cambiará. ¿Estás preparado?
–¿Para
tomar la ayahuasca? Sí, claro.
–Vamos
allá.
Los
dos bebieron al mismo tiempo su dosis de ayahuasca y se tumbaron en la cama
cogiéndose de la mano. Germán pasó media hora en estado normal de vigilia,
hasta que percibió cómo su espíritu salía de su cuerpo y flotaba en el aire,
como si hubiera emprendido un viaje astral. Tras quedarse inconsciente por unos
segundos, apareció en el edificio de la compañía de seguros donde trabajaba
cuando vivía en Madrid. El lugar había cambiado mucho respecto a la imagen que
guardaba su memoria: un extraño silencio reinaba en las oficinas y los pasillos
desiertos, donde no se veía ni una sola persona. El polvo inundaba el suelo,
muchas ventanas se habían roto y las telarañas iban creciendo por los techos y
muros como una lepra indomable. Germán se sentía cada vez más inquieto.
Debatiéndose entre el deseo de marcharse de aquel edificio y la curiosidad por
seguirlo explorando, subió por una escalera que lo condujo hasta un largo
pasillo, el cual tenía numerosas puertas a ambos lados. Germán fue abriendo las
puertas, una por una, pero todas ellas le ofrecían visiones aterradoras: en
todos los despachos había esqueletos humanos sentados en las sillas, cubiertos
de polvo y telarañas. Algunos se encontraban frente a los ordenadores,
alargando sus brazos para escribir en el teclado; otros reposaban sobre las
sillas con los brazos caídos, como si estuvieran hartos de su trabajo. Germán
caminaba cada vez más temeroso, con el estómago revuelto y las manos trémulas,
hasta que llegó a una puerta situada al final del pasillo. Abrió la puerta y se
encontró con el despacho de Pablo Sañudo, su antiguo jefe. Se mantenía como la hora en que Germán lo
había asesinado, pero sólo difería en un detalle. Sobre el sillón de cuero
negro permanecía sentado un esqueleto humano, vestido con traje y corbata,
apoyando sus brazos en el escritorio de roble, en la misma postura en que
Germán había sorprendido a su jefe en el momento del crimen. Germán contempló
la escena con una mezcla de asombro y espanto. Un sudor helado le bañaba la
frente y su corazón había comenzado a latir con furia inusitada. Acto seguido,
el suelo comenzó a derrumbarse bajo sus pies y todo el edificio desapareció.
Sintió como si cayera desde un rascacielos o un abismo y perdió la vista por
unos segundos.
Cuando
recobró la vista, se sorprendió caminando por la selva amazónica: ahora lo
rodeaba la maravilla de la naturaleza. Anduvo un trecho bajo un dosel de
frondosos árboles tropicales, entre graznidos de pájaros y aullidos de monos,
hasta que descubrió un claro en el bosque. Alzó la vista y observó que en lo
alto del cielo brillaba un sol naranja, en cuyo centro se abría un gran ojo
azul. Hacia aquel ojo solar ascendían bandadas enteras de guacamayos azules,
perdiéndose en un halo de luz cuando llegaban a las alturas. Oyó entonces una voz
que le dijo: La energía creadora vive en
todas partes, en el mundo y más allá del mundo; sube y baja del cielo a la
tierra y viceversa, como un círculo infinito. Tú eres una llama de ese fuego,
como todo lo que ves ahora. De pronto vio un camino abierto en la selva,
que se extendía varias millas y conducía hasta un monte escarpado y cubierto de
hierba, que por su forma parecía un antiguo volcán que se hubiera apagado.
Germán comenzó a recorrer el camino, creyendo que le costaría varios días
acabarlo, pero, como si se tratara de una ilusión óptica, la senda iba
acortándose a medida que caminaba. En cuestión de poco rato, que calculó como
una hora, ya se encontraba en la base del monte. Apenas notaba cansancio.
Siguió un camino sinuoso que subía por las faldas, entre prados y rocas, y en
sólo quince minutos alcanzó la cumbre. La daba la sensación de que una fuerza
misteriosa lo hubiera impulsado por todo el camino. Desde la cumbre, el ojo
solar se veía mucho más cercano que desde el claro de la selva, y hasta podía
sentir el calor de sus llamaradas como una ráfaga de aire tibio. Una paz
infinita lo embargó en aquel momento, como si fuera Dante cuando miraba el
rostro de Dios en lo alto del paraíso, pero la misma voz que había escuchado en
el claro de la selva le dijo así: Ahora
debes bajar de este monte y seguir tu camino. Pero nunca olvides lo que has
visto ahora. Nada más escuchar estas palabras, Germán despertó de sus
visiones y se encontró en la cama del dormitorio, con Suzanne a su lado. Ella
no había terminado aún su viaje con la ayahuasca, pero parecía tranquila, con
una leve sonrisa en la cara, como si estuviera frente a un paisaje bello y
apacible. Tardó media hora más que Germán en volver a la realidad inmediata.
En
los días siguientes, Germán no cesaba de recordar las visiones que había
experimentado con la ayahuasca. A menudo preguntaba a Suzanne sobre los
chamanes de la selva y el uso religioso de las drogas. Para saciar su
curiosidad, ella le relataba cuanto sabía, pues a Germán le fascinaba la idea
de convertir las sustancias de la naturaleza en vehículos para comunicarse con
lo absoluto. También le llamaba la atención el hecho de que los miembros de la
comuna poseyeran diversas creencias religiosas, aunque ninguno perteneciera a
una religión organizada. El viejo Joe era panteísta, pues había leído en su
juventud las obras de Baruch Spinoza y todavía se sentaba de vez en cuando a
releerlas con gusto. Suzanne y Alice adoraban a la madre tierra, de manera que
profesaban una suerte de neopaganismo. Casi todas las semanas, las dos quemaban
incienso en el jardín de la comuna como ofrenda a su diosa. En cambio, Annabel
y Paul se declaraban agnósticos, pues ninguna creencia religiosa terminaba de
convencerlos y preferían centrarse en los problemas de la vida cotidiana. Por
otro lado, Germán ya ni siquiera estaba seguro de aquello en lo que creía o
dejaba de creer. En los últimos tiempos se formulaba cada vez más preguntas
metafísicas. Se preguntaba si un dios había creado el universo, si él mismo
había nacido para cumplir un fin determinado, si todo lo que le pasaba
respondía a alguna lógica o, por el contrario, carecía de sentido. La ayahuasca le había sugerido algunas respuestas
insólitas pero muy reveladoras, que abrían puntos de luz en el bosque de sus dudas
como luciérnagas en la noche: en el viaje psicotrópico realizado unos días
atrás, había intuido la existencia de un autor de la naturaleza, una energía
creadora y consciente de sí misma que estaba en el universo y a la vez lo
trascendía. De este modo, sin haber leído jamás las obras de Krause, había
llegado a una conclusión semejante al panenteísmo, la original síntesis de
teísmo y panteísmo elaborada por este filósofo alemán. Sospechaba que su propia
vida encerraba un propósito determinado, pero lo iría descubriendo a medida que
envejeciera, y tal vez sólo llegaría a conocerlo del todo en la hora de su
muerte. Ocurría lo mismo con todas las situaciones que una aparente casualidad
iba poniendo en su camino, pero que guardaban una lógica secreta que no había
descifrado aún. A veces, cuando Germán se quedaba a solas en la casa, este
cúmulo de ideas lo abrumaba y salía a dar una vuelta por la finca para
despejarse la mente.
Por
el contrario, los vecinos del pueblo vivían sometidos a la influencia de la religión
organizada. En la localidad había tres iglesias católicas y una evangélica:
ésta había cobrado mucha pujanza en los últimos años, debido al rápido
crecimiento de las congregaciones evangélicas en todo el país. Hacía como una
semana que esta iglesia había cambiado de pastor: el obispo diocesano había
enviado al antiguo a otro pueblo de la zona, pues cada vez más familias de
campesinos se convertían a su credo y se necesitaban ministros para atenderlas.
Una tarde, el nuevo pastor se dirigió a la comuna. Le habían hablado sobre
aquellos hombres y mujeres libertinos, los únicos del pueblo que no acudían a
ninguna iglesia, y pensó que se le ofrecía una oportunidad inmejorable para
convertir un grupo de incrédulos a su fe. Si conseguía su objetivo, podría anotarse
un éxito ante su comunidad y ganaría prestigio en el pueblo. Cuando el pastor
llegó a la casa, el viejo Joe se encontraba en el porche, con la mirada perdida
en lontananza. Había sacado una mecedora para sentarse y estaba fumando un
cigarrillo de marihuana, mientras se balanceaba como un péndulo con el vaivén
de la mecedora.
–Buenas
tardes –saludó Joe desde el porche–. ¿Qué desea?
–Buenas
tardes. Soy el nuevo pastor evangélico –se presentó el sacerdote con
amabilidad–. Me gustaría hablar un rato con ustedes.
–¿Sobre
qué? –le preguntó Joe con cierta desconfianza, mientras daba una calada a su
cigarrillo–. Por aquí no acostumbran a venir pastores.
–Lo
sé –respondió el pastor–. Me gustaría hablar con ustedes acerca de la palabra
de Dios y el mensaje de Cristo… La Biblia tiene grandes respuestas a las
preguntas que todos nos hacemos: quiénes somos, de dónde venimos y adónde
vamos. Y nos enseña, además, qué sucederá en el final de los tiempos.
El
viejo Joe suspiró, armándose de paciencia para aguantar el discurso del pastor
y no echarlo de allí con cajas destempladas.
–Verá,
señor pastor… ¿Cómo se lo puedo explicar? Todos los que vivimos en esta comuna
fuimos educados en algún tipo de fe cristiana. Pero la religión ya no nos
interesa. La respetamos, pero no la compartimos. Hacemos nuestra vida al margen
de sus normas. Y somos felices así. Señor pastor, en esta comuna sólo manda la
libertad. Cada uno decide libremente sus creencias. Algunos son panteístas,
otros se confiesan agnósticos y otros adoran a la madre tierra. Si uno de
nosotros, algún día, quiere convertirse a la iglesia evangélica, se acercará a
usted y le pedirá consejo, pero de momento no queremos oír sermones. Ninguno de
los miembros de esta comuna va por ahí reclutando panteístas, agnósticos o
devotos de la madre tierra.
–Pero…
Hay algo sobre lo que ustedes deberían meditar. Ustedes viven en pecado. La
gente del pueblo me ha contado que celebran orgías, mantienen relaciones
homosexuales y consumen drogas. El mal ha entrado en esta casa. ¿Saben ustedes
lo que esto significa? Si no se arrepienten, jamás podrán salvarse y quedarán
condenados para toda la eternidad.
–Señor
pastor, no se confunda –le replicó Joe con desgana–. En esta casa reina la
libertad de costumbres, por así decirlo, pero ello no significa que seamos
criaturas inmorales y perversas que merecen el infierno. Tratamos de ayudarnos
los unos a los otros, repartimos en igualdad los frutos de nuestras cosechas y
vivimos en paz, sin hacerle daño a nadie. ¿No era esto lo que Jesús predicaba?
¿No era eso lo que pedía a los hombres? Pues olvídese de orgías, amores
homosexuales y drogas: todo ello forma parte de nuestra vida personal y a usted
no le concierne en absoluto. Por favor, no moleste a los moradores de esta casa
con su proselitismo agresivo. Se lo ruego con toda la educación del mundo.
–No
hay pecado más grave que la insistencia en el error –le advirtió el pastor con
semblante severo–. Algún día, el Señor les pedirá cuentas… y será demasiado
tarde para arrepentirse.
–¿La
verdad? ¿El error? ¿Acaso usted posee la verdad absoluta? –replicó Joe, cada
vez más molesto– ¿Lo sabe todo sobre la tierra y el cielo? Quizá le convendría
una pequeña dosis de humildad cristiana.
El
pastor no siguió replicando y se marchó con indignación contenida. El domingo
siguiente por la mañana, cuando oficiaba la misa en la iglesia evangélica, leyó
un encendido sermón contra las malas costumbres ante sus feligreses, quienes
escuchaban con atención y reverencia sus palabras. Desde el púlpito a donde se
subía para predicar, su voz admonitoria resonaba en todo el espacio del templo:
–El
libertinaje es un grave pecado contra Dios. Y debéis saber que hay libertinos
entre nosotros. Desprecian la castidad, manteniendo relaciones fuera del
matrimonio, y se entregan a todo género de aberraciones, celebrando orgías y
cohabitando con parejas del mismo sexo. Sin embargo, no satisfechos aún con
este libertinaje, se emborrachan y consumen toda clase de drogas. En verdad os
digo que estos pecadores se condenarán en el infierno para toda la eternidad. Y
debemos combatir su mala influencia, porque son la peste que Satanás envía para
corromper las costumbres de nuestra comunidad.
Algunos
feligreses interpretaron las palabras del pastor como una especie de llamada a
la guerra santa contra los hippies de
la comuna, quienes de repente se habían convertido en embajadores del infierno
en aquel sosegado pueblo. Después de la misa, dos hombres se quedaron en la
iglesia para hablar con el pastor en privado.
–Señor
pastor, esa comuna es un peligro para la moral de nuestra comunidad –se quejó
uno–.
–Sin
duda –aseguró el pastor–.
–¿Qué
podemos hacer? Deberíamos tomar cartas en el asunto –sugirió otro–.
–Tengo
un plan y vosotros dos podéis ayudarme a realizarlo. Venid a las cinco de la
tarde y os contaré lo que vamos a hacer –respondió el pastor–.
A
las cinco de la tarde, los dos vecinos acudieron a su cita con el pastor en la
iglesia. Cuando habían entrado en el templo, el pastor cerró enseguida con
llave la puerta. Nadie supo lo que se dijo en aquella reunión, salvo los allí
presentes. Aquella misma noche, sobre las diez, el pastor salió de su casa y se
dirigió con los dos hombres a las tierras de la comuna. Como el paraje se había
sumido en la oscuridad absoluta, aquella comitiva de fanáticos traía consigo
una pequeña linterna para alumbrarse y un machete por si alguna alimaña se
cruzaba en su camino. Llegaron al jardín y se situaron a una distancia prudente
de la casa, ni demasiado cerca ni demasiado lejos. Las ventanas de la planta
baja se veían iluminadas: los miembros de la comuna estaban cenando. Uno de los
hombres cargaba una bolsa de tela llena de piedras; el otro, una lata de
gasolina, un mechero y un palo dispuesto a convertirse en antorcha. El plan de
los tres consistía en lanzar pedradas a la casa y prenderle fuego, valiéndose
de la oscuridad nocturna para que nadie los reconociera. Al día siguiente,
después de que las llamas hubieran calcinado la casa, el pastor proclamaría
ante sus fieles que el incendio había sido un castigo divino por el libertinaje
de sus moradores. Mientras miraba la casa, el pastor avisó a los dos hombres:
–Ahora
es el momento.
Acto
seguido, uno de los hombres descargó una lluvia de piedras sobre las ventanas
de la planta baja de la casa, donde se encontraba el salón comedor. Los
cristales se hicieron añicos de forma estrepitosa. El otro hombre, sosteniendo
el palo en su mano derecha, aguardaba la orden del pastor para mojarlo en la
lata de gasolina, prenderle fuego y arrojarlo contra la casa. Enseguida cundió
el pánico entre los miembros de la comuna. Suzanne y Alice chillaron
despavoridas, pues la lluvia de piedras las había sorprendido mientras cenaban,
y se pusieron a cubierto debajo de la mesa. Los añicos de cristal se habían
desparramado por el suelo del salón. Germán subió corriendo las escaleras, para
llegar a su dormitorio y coger la pistola que había comprado al contrabandista
de armas el día que ingresó en la comuna. Salió al porche, dirigió la pistola
hacia arriba, con el brazo en alto, y gritó a voz en cuello:
–¿Quién
anda ahí?
De
inmediato lanzó una ráfaga de tiros al aire. El pastor y los dos vecinos se
escondieron detrás de unos arbustos y salieron corriendo, pues no se imaginaban
que aquellos hippies tuvieran armas
de fuego para defenderse. Germán pudo oír el rumor de sus pasos veloces en la
oscuridad, como si fueran pecaríes o carpinchos huyendo de un cazador en la
selva. Una vez ahuyentado el peligro, Germán entró de nuevo en la casa.
–Fuera
quien fuera, parece que se ha marchado. Espero que no vuelva –dijo Germán.
–Menos
mal que tuviste reflejos –comentó Suzanne–.
–En
todo el tiempo que llevamos aquí, nunca había pasado nada semejante –repuso
Alice–.
El
viejo Joe, que había bajado de su dormitorio para saber qué estaba sucediendo,
se llevó la mano al bigote con un gesto de preocupación.
–Justo
después de que el nuevo pastor nos visita, nos tiran piedras a la ventana
–apostilló con aire de sospecha–.
–¿Crees
que hay alguna relación entre la visita del pastor y lo de esta noche? –le
preguntó Germán.
–No
me extrañaría nada –respondió Joe–. Probablemente, ese fanático está volviendo
locos a los vecinos del pueblo con sus sermones y a alguno se le ha ocurrido
atacarnos. En más de cinco años que hemos vivido en esta casa, nadie, nadie nos
había molestado nunca. Es verdad que en el pueblo mucha gente nos mira con
recelo, pero hasta ahora siempre nos habían respetado. Desde hoy no podemos
bajar la guardia. Germán, ten siempre a mano esa pistola. Nunca pensé que diría
esto, pero ahora nos conviene disponer de un arma.
Acto
seguido, se hizo un tenso silencio en la casa. Suzanne y Alice comenzaron a
recoger los añicos de vidrio con una escobilla, mientras Paul cubría los
cristales rotos con piezas de cartón.
–Mañana
habrá que ir a la ferretería del pueblo –avisó Joe–. Hay que reparar esa
ventana.
En
los días siguientes, el caso de las ventanas rotas se convirtió en un secreto a
voces en el pueblo. Nadie se atrevía a comentarlo en público, pero en las casas
y en las pequeñas reuniones de amigos se sabía que el pastor evangélico estaba
detrás de aquello. Algunos fieles de su iglesia, los más cercanos al pastor,
consideraban el hecho como una justa represalia contra unos libertinos que no
sólo pecaban, sino que también se enorgullecían de sus pecados. Sin embargo, el
resto de los vecinos no hallaba ningún motivo para acosar y perseguir a unas
gentes que no casaban con su estilo de vida, pero que siempre se habían
distinguido por su talante pacífico y tranquilo. Para no levantar polémicas, el
pastor decidió no referirse más a los miembros de la comuna en sus homilías ni
acercarse más a sus tierras. De este modo, la casa fue recobrando la calma
perdida. Llegó el mes de junio y con él una racha de lluvias tropicales. Estaba
lloviendo un día tras otro, sin descanso, y todos los miembros de la comuna se
habían refugiado en la casa. Germán se dedicaba sobre todo a leer los libros de
Suzanne. Una tarde se dio cuenta de que Alice estaba leyendo, sentada en la
cama de su dormitorio: había dejado la puerta abierta y su figura se veía desde
el pasillo, iluminada por la tenue luz grisácea de aquel día lluvioso que se
filtraba por la ventana de la habitación. Se acercó despacio hasta ella, que
levantó los ojos del libro nada más advertir sus pasos, y se apoyó de espaldas
a la pared, justo por delante de la ventana cerrada, mientras una lluvia
caudalosa descendía sobre los cristales.
–¿Qué
lees? –preguntó Germán.
–El segundo sexo, de Simone de Beauvoir
–respondió Alice–. Tú también deberías leerlo. Es una de las obras básicas del
feminismo.
–Ahora
no me apetece leer. Siento ganas de hacer otras cosas –replicó Germán–.
–¿Cómo
qué? No se puede hacer mucho cuando llueve a cántaros y tienes que resguardarte
en casa. Leer es una buena opción para matar el aburrimiento.
–Sí,
pero… ¿el cuerpo no te demanda otras cosas?
–¿Cuáles?
Con
toda la osadía de la que era capaz, Germán acercó su cara a la suya y la besó
de forma súbita en la boca mientras acariciaba su pelo. Aunque Alice se
declaraba lesbiana, aquel beso le agradó más de lo que pensaba y correspondió a
Germán besándolo de nuevo y acariciando sus brazos. Tras pasar así varios
minutos, los dos se fueron quitando la ropa hasta quedarse desnudos. Él se puso
un condón que guardaba en un bolsillo de sus pantalones y la penetró con una
mezcla de ternura y arrebato, a medio camino entre el amor y la libido más
salvaje. Ella estaba saboreando por vez primera la carne de un hombre, la
acometida furiosa del pene en sus cavidades vaginales, mientras jadeaba con
ansiedad y se preguntaba qué demonios estaba haciendo con un hombre si ella
siempre había sido lesbiana. Se sentía desconcertada, pero deseosa de seguir
adelante. Después de quince minutos de goces carnales, Alice alcanzó el
orgasmo, poco después de que Germán eyaculara dentro de su vagina, y se
derrumbó fatigada sobre la cama. Cuando se despertó, Germán estaba fumándose un
cigarrillo en la ventana.
–¿Podría
hacerte una pregunta? –le pidió Germán.
–Dime.
–¿Por
qué no me has rechazado?
–No
lo sé… Me he pasado la vida entera creyendo que era lesbiana, que no me
gustaban los hombres en absoluto, pero has aparecido tú y ahora ni yo misma sé
lo que soy. Eres joven y guapo: quien lo negara mentiría. Desde que llegaste a
la casa, has acabado con la monotonía que estaba apoderándose de la comuna.
–Así
que yo soy la novedad –se sonrió Germán–.
–No,
no quería decir eso. Tú eres mucho más que una simple novedad, pero… en cierta
manera lo has cambiado todo. Has conquistado a Suzanne, luego a Paul… y ahora a
mí.
–¿Sabes?
Antes de llegar aquí, todo lo que no fuera monogamia me parecía un disparate.
Pero Suzanne me ha enseñado a pensar de manera diferente. Todo lo que creía
sobre el amor ha cambiado mucho. No hace falta quedarse atado a una sola
pareja, si puedes amar a varias con libertad y respeto. Basta que todas las
personas de una relación lo consientan.
–Sí,
tienes razón. Pero me siento rara. Nunca me había acostado con un hombre.
–Nunca
es tarde para probar novedades –se rió Germán mientras salía de la habitación–.
A
medida que las semanas iban pasando, el cuarteto amoroso formado por Germán,
Suzanne, Paul y Alice se consolidaba. Los cuatro cambiaron su forma de
relacionarse entre sí, llegando a unos niveles de complicidad y confianza que
jamás habían alcanzado. En cierto modo parecía como si la comuna hubiera
regresado a sus primeros tiempos, cuando todos allí disfrutaban de una
vitalidad salvaje y derrochaban su libido los unos con los otros. Así
transcurrió todo un año, hasta que se cumplió el aniversario de la entrada de
Germán en la comuna. Entre todos organizaron una cena especial para celebrarlo,
rematándola con un brindis. Tras la cena todos subieron a sus habitaciones para
acostarse, menos Germán y Suzanne, quienes se quedaron a solas en el porche de
la casa. Era una noche calurosa de verano.
–Suzanne…
–Dime
–respondió ella–.
–¿Y
si tuviéramos un hijo? –Germán le preguntó de la manera más directa posible.
Suzanne
se quedó pensativa, como si no supiera qué responderle. Hasta el momento,
ninguno de los miembros de la comuna había tenido hijos, pues creían que aquel
no era el ambiente más adecuado para criarlos. Sin embargo, Suzanne había
sentido algunas veces un oculto deseo de maternidad que no revelaba a nadie. Le
agradaba la idea de tener un hijo, pero no había encontrado a la persona adecuada
para que fuera su padre.
–Piénsalo
bien. Crecerá libre de prejuicios. Será capaz de ver el mundo con una mirada
limpia. Tendrá la oportunidad que nunca nos dieron a nosotros. No crecerá bajo
la presión de convertirse en un buen estudiante, de conseguir un buen trabajo…
Jugará con nosotros y nos ayudará en las faenas del campo.
–No
sé si merece la pena tener un hijo. Míranos a nosotros, Germán… Somos
inadaptados que a duras penas han conseguido un refugio donde pueden sentirse a
gusto. Pero el mundo podría habernos hundido en la miseria fácilmente. Somos
una rareza para la mayoría de la gente. Y un niño criado en esta comuna no
podría integrarse en la sociedad, y acabaría pasando por el mismo calvario que
nosotros.
–No
podemos adivinar el futuro, Suzanne. Ni tú, ni yo, ni nadie. Tener un hijo
siempre es una aventura. Pero muchas aventuras acaban bien, como la nuestra.
¿Por qué deberíamos pensar que siempre estamos abocados a la ruina, al fracaso,
a la desgracia? ¿Acaso no hemos sabido enfrentar y superar nuestros problemas?
Y, si nosotros lo hemos conseguido, ¿por qué un hijo nuestro no podría
conseguirlo también?
Suzanne
asintió con la cabeza.
–Supongo
que tienes razón –aseveró ella–.
–Ven
conmigo… Entre efluvios de marihuana, concebiremos ese hijo. Será feliz a la
sombra de las acacias, en el jardín… No será bautizado: no le impondremos
ninguna religión, para que los ídolos del mundo no manchen de miedo y culpa su
inocencia. Lo cuidaremos y le enseñaremos la sabiduría de la vida, la que no
está en ningún libro.
Los
dos subieron al dormitorio de Suzanne con alegre premura. La noche avanzaba
mientras una luna llena de color macilento, como un disco de marfil envejecido,
presidía el azul cada vez más oscuro del cielo. Germán y Suzanne se tendieron
entre las sábanas. Comenzaron a besarse y se desvistieron el uno al otro,
desabrochándose poco a poco la ropa, pues nada les urgía en aquel momento salvo
la fuerza indómita del amor. Ni siquiera necesitaban intercambiar palabras,
pues ambos sabían lo que deseaban hacer en aquel momento. Fuera de la
habitación, el canto de los grillos sonaba cada vez más fuerte. Era la melodía
infinita de la vida.
FIN
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