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lunes, 26 de junio de 2017

La maldita vergüenza (II)

America Meridionalis. Mapa de Gerard Mercator.


II

A la mañana siguiente, todos los periódicos nacionales recogían la noticia de la muerte de Pablo Sañudo en la crónica de sucesos. Germán se despertó sobre las doce de la mañana, con una resaca atroz. Había trasegado una botella entera de Jack Daniel’s para ahogar la voz de su conciencia en el aturdimiento de la borrachera. Se sentía tan mareado como si acabara de bajarse de un barco después de una mala travesía. Se incorporó de la cama y se dirigió al cuarto de baño dando tumbos y apoyándose en las paredes. Una vez allí, se arrodilló en el suelo frente al inodoro, apoyándose con las manos en la taza, y arrojó un profuso vómito amarillento, donde expulsó buena parte de lo que había bebido la noche anterior. Después del vómito se notó físicamente aliviado, pero enseguida se llevó las manos a la cabeza, sin levantarse del suelo, y comenzó a llorar de forma silenciosa pero inconsolable. Los remordimientos le causaban ansiedad hasta el punto de sentir que le faltaba el aire. Pasó un rato en el suelo, entre la ansiedad y el llanto, hasta que se dio cuenta de que no solucionaría nada con aquella desesperación. Se incorporó despacio y se miró en el espejo del cuarto de baño. Se había levantado con los cabellos revueltos, los párpados ojerosos y la mirada ausente. Le parecía como si en el fondo de sus pupilas brillara una luz terrible, la misma con la que brillan los ojos de los perturbados y los criminales, la claridad que fija los borrosos límites entre lucidez y locura. E intuyó que jamás volvería a ser el mismo, pues allá donde fuera cargaría con la sombra de un crimen para el resto de su vida.

Como todas las mañanas, se preparó el desayuno en la cocina: un café con leche y dos trozos de pan con aceite de oliva. Pero aquella mañana sería diferente a todas las anteriores de su vida. Jamás volvería a pisar el edificio de la compañía de seguros, donde había cometido el asesinato, y desde aquel momento debería idear una buena estrategia para no caer en manos de la policía. Hasta el momento nadie lo había llamado para preguntarle sobre el crimen. Pero Germán temía que más tarde o más temprano lo llamaran, así que debía pensar en marcharse de España en cuestión de pocos días. Cuando se acabó de tomar el desayuno, sacó un atlas de geografía de la biblioteca del salón de su casa y lo abrió por una página donde aparecía un gran mapamundi. Se preguntó a qué país debía marcharse y recorrió con el índice continentes y océanos, hasta que lo detuvo en Brasil de forma entre casual y deliberada. Recordó que alguna vez había leído en la prensa historias de narcotraficantes españoles que habían huido a Brasil para escapar de la justicia, y se le ocurrió que podría tratarse de un buen destino para sus intenciones. El resto de aquella semana se dedicó a organizar el viaje: compró un billete de avión a São Paulo por Internet, anunció a su casero que la próxima semana dejaría el piso, alegando que debía mudarse con urgencia por motivos de trabajo, y resolvió el contrato de arrendamiento. El martes de la semana siguiente abandonaría España. En aquellos días antes del viaje, sufría un sobresalto cada vez que sonaba su teléfono o su portero automático, temiendo que algún policía quisiera interrogarle sobre el crimen o detenerlo con unas esposas. Pero la noche del lunes, cuando le quedaban sólo algunas horas para marcharse a Brasil, se acostó sin que ningún agente de la fuerza pública se hubiera comunicado con él hasta ese momento. Un extraño cansancio, mezcla de calma y desasosiego, invadió su cuerpo segundos antes de que cerrara sus ojos para dormirse.

Al día siguiente, Germán se levantó a las cinco de la mañana. Debía presentarse en el aeropuerto de Barajas a las seis, una hora antes de que saliera el avión hacia São Paulo. La noche anterior, había preparado una voluminosa maleta de ruedas y un bolso de mano grande. En la maleta había alojado casi toda su ropa, varios pares de zapatos, diversos objetos de aseo, como un cepillo de dientes, una esponja de baño y una maquinilla de afeitarse, unas cuantas novelas y libros de poesía, una baraja de póquer y una botella de su amado Jack Daniel’s, que solía beber, según la ocasión, solo y con hielo o rebajado con Coca–Cola, cuando no tomaba un trago directo de la botella. Como no podía viajar con otras drogas, necesitaba licores fuertes para emborracharse cuando lo desquiciaran los nervios o la melancolía. En el bolso de mano había colocado la ropa que no cabía en la maleta, la documentación necesaria para el viaje y un sobre con nueve mil euros. En la cartera guardaba otros mil, que sumaban un total de diez mil euros, el importe máximo que podía sacar de la Unión Europea en efectivo sin declararlo en la oficina de aduanas del aeropuerto. Llamó a un taxi, para que lo recogiera a la puerta de su edificio, y el taxista le dijo que vendría en diez minutos. Se vistió rápidamente, guardó su pijama en el bolso de mano, apagó las luces del piso, cerró la puerta con llave, tomó el ascensor del edificio y bajó a la calle. En cuestión de breves minutos dejaba atrás, de golpe, los dos años de su vida que había pasado en aquella casa, con su caudal inevitable de recuerdos. No se permitió ningún asomo de nostalgia, pues debía mantener la cabeza fría en todo momento. Sin embargo, cuando pensó en lo que estaba haciendo, un escalofrío recorrió toda su espalda y sus manos temblaron por un segundo. Una combinación volátil de miedo y euforia dominaba su ánimo: temía con ansiedad que sus planes fracasaran y la policía lo detuviera en algún momento, pero la sensación de haberse convertido en fugitivo, abocado a llevar una vida tan peligrosa como impredecible, desataba su adrenalina. Respiró hondamente, una vez más, para sosegarse un poco, y vio cómo el taxi venía desde el fondo de la calle. El taxista paró junto al portal de su edificio, se bajó para ayudarlo a cargar las maletas y puso rumbo al aeropuerto. El reloj de pulsera de Germán daba las cinco y veinte de la madrugada. Aún no había amanecido: el cielo de Madrid permanecía sumido en el negro absoluto de la noche. El taxi salió del barrio donde vivía Germán, un vecindario tranquilo de clase media situado en la periferia, aceleró y tomó una de las numerosas autopistas de la metrópolis con rumbo al aeropuerto de Barajas. Las farolas de la autopista, con sus luces naranjas, componían un paisaje fantasmal entre naves industriales y campos donde sólo crecían las hierbas y matojos de la meseta castellana. El taxi tardó apenas unos quince minutos en llegar al aeropuerto y dejó a Germán a las puertas de la terminal de vuelos internacionales, donde tomaría el suyo.

Sin más dilaciones, Germán atravesó una puerta giratoria y se encaminó al mostrador de facturación para dejar allí su maleta. Después de facturar su maleta, Germán pasó los controles de seguridad con miedo contenido, fingiendo normalidad para no levantar ninguna sospecha. Cuando los guardias vieron, a través del escáner, el sobre con billetes que había dentro del bolso de mano, confirmaron que el dinero no sobrepasaba los diez mil euros y, sin más trámites, devolvieron el bolso a Germán. Una vez pasados los controles, éste se sentó en uno de los bancos de la sala de espera, cerca de su puerta de embarque, y cuando faltaban diez minutos para la apertura de la puerta se levantó para colocarse detrás de los primeros turistas que habían formado cola. Cuando al fin cruzó la puerta de embarque y entró en el avión, comenzó a sentirse relajado y suspiró de alivio. Había superado todos los controles de seguridad y la policía del aeropuerto de Barajas ya no podía alcanzarlo. Al fin y al cabo, no soy ningún terrorista. He cometido un asesinato, pero no quiero matar a nadie más, pensó como descargo de conciencia. Diez minutos después, el avión despegó con un fuerte impulso y se remontó en el aire, ligeramente inclinado hacia arriba, hasta situarse a la altura adecuada para el vuelo.

El avión surcaba la planicie infinita del océano Atlántico, sin que sufriera ninguna turbulencia. Atravesaba una zona de calmas, situada todavía más cerca de Europa que de América, pues habían pasado sólo tres horas de vuelo. Desde su ventanilla, Germán miraba hacia abajo y veía cómo las nubes flotaban a cientos de metros sobre el océano, como un rebaño de animales evanescentes, y vino a su memoria el soneto que John Keats dedicó a la belleza del color azul: Blue! ‘Tis the life of heaven, the domain / of Cynthia, the wide palace of the sun, / the tent of Hesperus, and all his train, / the bosomer of clouds, gold, grey and dun[1]. Pasó un rato con la mirada fija en aquel panorama, que le causaba una impresión abrumadora y deliciosa, con una confusa mezcla de admiración y miedo que bien podría identificarse con el sentimiento de lo sublime. Poco después, las azafatas pasaron con sus carritos para servir el almuerzo, tan infame como la mayoría de los que se ofrecen a bordo de los aviones. Germán almorzó con desgana, pues no se sentía con hambre, pero sabía que resultaba aconsejable comer algo en un vuelo tan prolongado como aquél. Terminado el almuerzo, no sabía cómo entretenerse, hasta que sacó del bolsillo su teléfono móvil, que había puesto en modo para avión, y le enchufó los auriculares. En la pantalla del aparato, ojeó la lista de reproducción de archivos de sonido y apareció, entre diversas piezas de música clásica, la Fantasía del caminante de Schubert, en la versión del pianista italiano Maurizio Pollini. Seleccionó el archivo de sonido y se dispuso a escuchar la obra. La fantasía comenzó con un tema vivaz y fuerte, como un caminante que inicia su marcha con decisión y energía. A continuación, el piano se fue sumiendo en una melodía lenta y melancólica, que repetía la del lied El caminante, una canción del propio Schubert que da su título a esta fantasía, puesta en boca de un viajero que se siente extraño en su tierra natal y busca un país lejano e inalcanzable, donde se encuentra la felicidad que anhela: Die Sonne dünkt mich hier so kalt, / die Blüte welk, das Leben alt, / und was sie reden, leerer Schall; / ich bin ein Fremdling überall[2]. Aquella melodía parecía contener todo el hastío del mundo, como si fuera el lamento de un hombre cansado ya de la vida. Quizás –pensó Germán– he cometido esta locura porque mi vida ya sólo me inspiraba una tremenda repugnancia; porque se me había convertido en una rutina demencial, insoportable; porque, cuando me miraba al espejo, me sentía tan miserable que sólo me daban ganas de vomitar hasta las heces. Sin duda, algo estaba fallando. Se preguntó, una vez más, por qué había asesinado a Pablo Sañudo, y sólo acertó a responderse que ni él mismo lo sabía, que todas sus acciones obedecían a las causas enigmáticas que definían su destino. Le parecía como si anduviera a ciegas por un puente alzado sobre un abismo, un abismo tan profundo como la distancia que mediaba entre sus pies y el océano que el avión estaba sobrevolando en ese momento. La música seguía: las hábiles manos de Pollini tocaban un movimiento rápido y animoso, donde se alternaban pasajes muy suaves con otros muy fuertes, como si el caminante de la fantasía marchara por los senderos irregulares de un bosque de montaña, llenos de rodeos y accidentes. El tempo se aceleró hacia los últimos compases, para culminar la pieza con un final brillante y sonoro, como si el caminante decidiera no rendirse ante ningún obstáculo que hallara en su camino. Germán pensó que debía enfrentarse con ese mismo coraje a su destino, con esa misma animosidad que reflejaba la música de Schubert. Se quitó los auriculares y miró hacia el pasillo del avión. Se percató de que debía moverse un poco si no quería sufrir el síndrome de la clase turista, y se levantó para estirar las piernas y acudir al baño. En el resto del vuelo se distrajo como pudo, escuchando otras piezas musicales y hojeando las revistas que había delante de su asiento.

Después de nueve horas, que a Germán se le habían hecho tan largas como aburridas, el avión alcanzó la costa brasileña. Desde abajo, la silueta de Río de Janeiro aparecía deslumbrante, con sus edificios alzados junto a la bahía que se dilataba en graciosas curvas para dejarles paso a las aguas marinas. Rodeaban la ciudad enormes peñas cubiertas de bosque, de las que sobresalían la escarpada forma del Pan de Azúcar y la imagen benévola del Cristo de Corcovado, erguidos como faros de piedra que daban la bienvenida a los visitantes. Por un segundo, Germán pensó en los millones de años que se habían necesitado para que la erosión de las olas y la lluvia, gota a gota, delineara las formas de aquel paisaje fabuloso. Más allá de las viejas discusiones de los tratados sobre estética, que se preguntan si la belleza natural debe considerarse superior o inferior a la artística, el joven se dio cuenta de que ningún artista superaría jamás a la naturaleza, pues solamente las fuerzas naturales pueden crear la belleza más sobrecogedora de manera fortuita, obrando sin ninguna intención determinada, mientras que la mano del artista siempre se mueve con el deseo de producir un objeto estético, incluso cuando se trata de llenar un lienzo de salpicaduras y brochazos de acrílico o de romperlo en varios jirones sin misericordia. La capacidad inagotable de la naturaleza para alumbrar lo bello de forma inconsciente, desde la inocencia más absoluta, conmovía profundamente a Germán.

Media hora más tarde, el avión había seguido volando tierra adentro y el perfil de São Paulo se distinguía claramente desde las ventanillas, con su enjambre de rascacielos que competían en altura como los viejos árboles de la selva amazónica, cuyas enormes frondas mantienen el piso del bosque en eterna penumbra, y sus extensos barrios de favelas, llenos de casuchas endebles y caminos embarrados, donde las penurias y la violencia reinaban como fatídicas plagas. El aparato inició el descenso y se acercó gradualmente al aeropuerto internacional de la ciudad, hasta llegar a la pista de aterrizaje y tocar el suelo. Al bajarse del avión y tomar el microbús que lo trasladaría desde la pista de aterrizaje hasta el edificio del aeropuerto, Germán se esforzó en disimular la tensión nerviosa que sacudía su cuerpo y su mente. Le sudaban las manos y la frente con abundancia, quizá no tanto por el bochorno del tórrido clima brasileño como por la ansiedad que sentía. Su corazón latía como un timbal enfurecido. Supuso que ya las autoridades españolas habrían relacionado el asesinato del presidente de la compañía de seguros para la que trabajaba en Madrid con el súbito abandono de su empleo en el departamento de recursos humanos de la empresa. Temía que la policía brasileña lo detuviera de un minuto a otro. Pensó que la Interpol, a través de sus comunicaciones internacionales, ya lo habría declarado como fugitivo en busca y captura sobre toda la faz de la tierra. Una y otra vez se imaginaba cómo, en el momento más inesperado, mientras cruzaba salas y corredores llenos de turistas, algún agente lo sorprendería saliendo a su paso, le pondría las esposas y lo llevaría a declarar en la comisaría del aeropuerto. Sin embargo, pese a todos los fantasmas que danzaban en su imaginación, compuso el semblante y trató de guardar una apariencia de normalidad, pues sabía que su nerviosismo podría interpretarse como una actitud sospechosa.

Después de un breve trayecto, se apeó del microbús con el resto de pasajeros y entró en la terminal del aeropuerto donde debía recoger su equipaje. El aire acondicionado que refrescaba el ambiente le brindó una sensación de cierto alivio. Con los brazos cruzados, se quedó junto a la cinta transportadora por donde salían las maletas, hasta que la suya apareció tras cinco minutos de espera impaciente. La sacó de la cinta con rapidez y comenzó a caminar hacia la salida del aeropuerto, procurando confundirse con la muchedumbre para pasar inadvertido. Cuando salió de allí, se dirigió hacia la parada de taxis y preguntó a un taxista que descansaba apoyado en la carrocería de su coche si conocía algún hotel de lujo en São Paulo donde pudiera alojarse. El taxista le recomendó el Astoria, hotel de cinco estrellas que nunca solía llenarse del todo salvo en ocasiones especiales, como los grandes campeonatos de fútbol, y Germán le pidió que lo llevara hasta allí. Antes de empezar la carrera, el taxista llamó al hotel por su teléfono móvil, para confirmar si quedaban habitaciones disponibles para una sola persona. El recepcionista que atendió la llamada le dijo que tenían doce habitaciones libres: acto seguido, el taxista cargó el equipaje en el maletero y Germán se subió al taxi. Cuando el vehículo arrancó, Germán suspiró de alivio: su plan estaba marchando como la seda, sin ningún imprevisto, pues no había llamado la atención de nadie en el aeropuerto. Una vez que había pisado el maremágnum de aquella ciudad brasileña, donde se hacinaban más de once millones de personas, podría moverse dentro del país con habilidad suficiente para no tener jamás que rendirle cuentas a la justicia. Los diez mil euros que había traído consigo de España, bien administrados, le permitirían sobrevivir unos meses sin apuros. Sabía que viajar con tanto dinero encima suponía un serio peligro, sobre todo en un país como Brasil, donde los robos y asaltos estaban a la orden del día, pero en aquella situación, tras haber cometido un asesinato, debía arriesgarse a todo lo que pudiera sucederle sin titubeos. Atrás quedaba Europa, el reino del orden y la ley, el mundo en que la razón instrumental garantizaba la seguridad de los ciudadanos, pero también los confinaba dentro de una jaula de acero, convirtiéndolos en esclavos de la burocracia. Aquella mañana Sudamérica aparecía terrible y hermosa ante sus ojos, tan llena de peligros como de oportunidades. Se sintió como uno de aquellos criminales de película que llevan una vida trepidante, llena de acción y sobresaltos, y pensó que desde entonces debería tomarse la fuga a Brasil no como un destierro, sino como una aventura.

Después de sortear avenidas llenas de un tráfico insoportable, que formaba largas congestiones, el taxista le dejó a las puertas del hotel Astoria. Germán acudió al mostrador de la recepción y preguntó si quedaban habitaciones disponibles, a lo cual asintió el recepcionista. Con el pasaporte falso que llevaba, reservó una habitación para aquella noche y subió en el ascensor con el empleado del hotel que lo acompañaría hasta allí. Cuando llegaron, el empleado le entregó la tarjeta que abría la puerta y se despidió. Germán arrinconó su maleta junto al escritorio y se tendió sobre la cama, fatigado. Tras un vuelo de nueve horas y media, solamente le apetecía descansar. Pero una mezcla de temores y remordimientos lo carcomía sin pausa, y no podía conciliar el sueño. Por ello se acercó al mueble bar y sacó una botella de vino rosado que había dentro. La descorchó con una navaja y comenzó a beberla despacio, saboreando cada trago con deleite. Por un momento, se preguntó qué hacía allí, qué sentido tenía aquella fuga, pero cuando los dilemas comenzaron a acosarlo siguió bebiendo para ahogarlos en el vino, hasta que terminó la botella y un agradable sueño etílico desvaneció sus inquietudes. Durmió profundamente varias horas, hasta que dieron las cinco de la tarde y se despertó. Se levantó despacio de la cama y decidió darse un baño para quitarse el sudor y relajarse un poco. Entró en el cuarto de baño, revestido con paredes y pavimentos de mármol gris, tan lujoso como impoluto, y llenó de agua tibia la bañera hasta un poco más arriba de la mitad. Cogió un frasco de sales de baño con aroma de lavanda, que reposaba en una esquina del lavabo, y esparció casi todo su contenido en el agua de la bañera.

Mientras la bañera se iba llenando, pensó en Madrid y en todo lo que estaría ocurriendo allí en aquel momento: la policía científica ya habría comenzado a investigar la muerte del presidente de la compañía de seguros, buscando posibles indicios para identificar al autor del crimen, al mismo tiempo que los periódicos y las televisiones difundían la noticia del asesinato y cantaban los panegíricos fúnebres del ejecutivo fallecido, alabando sus virtudes como gran empresario y destacado impulsor de la economía española. Ahora lo estarán llorando como plañideras. Nunca se rasgarían así las vestiduras por un mendigo asesinado en la calle ni por un inmigrante ahogado en el mar, pensó Germán con amarga ironía. Se percató de que la bañera se había llenado, cerró el grifo y se introdujo en ella. Se recostó como si descansara sobre un sofá, de manera que su cuerpo sobresalía del agua desde el pecho hacia arriba, y apoyó sus brazos en el marco de la bañera. Pero de súbito sintió la necesidad imperiosa de masturbarse. Tal vez los calores tropicales habían aumentado sus deseos lúbricos. Acarició su pene cálido y erecto, subiendo y bajando la mano por él, hasta que llegó al culmen y un abundante chorro de semen se vertió en el agua. Permaneció descansando un rato más en la bañera, hasta que salió para secarse con una toalla. Pasó el resto de la tarde leyendo un volumen de cuentos de Voltaire que se había llevado de la biblioteca de su piso en Madrid, junto con algunos otros libros, la noche antes de darse a la fuga. Sabía que no debía quedarse demasiado tiempo en São Paulo: a lo sumo, tres o cuatro días, pues la Interpol no descansaba y la policía brasileña, aunque no se distinguiera por la rapidez y eficacia de sus operaciones, podría capturarlo si no se apresuraba a esconderse en algún sitio lejano y solitario. De pronto recordó la historia del doctor Josef Mengele, el terrible médico de Auschwitz a quien llamaban el ángel de la muerte, que huyó a Argentina tras el derrumbe del nazismo y acabó sus días en un pueblo de Brasil, llevando una vida más o menos apacible, sin que los agentes del Mossad consiguieran hallarlo nunca. Germán estaba pensando en huir también al campo brasileño, pero antes debía organizar la segunda fase de su plan de fuga: salir de São Paulo hacia el interior del país, elegir un enclave adecuado para establecerse y buscar un medio para ganarse la vida de forma discreta, sin llamar la atención de nadie. Desplegó un mapa de Brasil que llevaba en la maleta, miró las diversas regiones del interior del país y buscó información en su ordenador portátil sobre cada una de ellas. Así permaneció enfrascado una hora y media, hasta que se percató de que el reloj de la habitación estaba a punto de marcar las nueve. Ya iba siendo hora de cenar. Se vistió con una camisa blanca, un cinturón de hebilla plateada y unos pantalones vaqueros y bajó al comedor del hotel. Había comenzado a sentir hambre.

El comedor del hotel, un largo salón decorado en tonos blancos y rojos, se encontraba desierto, ofreciendo una estampa suntuosa pero desangelada. Los clientes preferían salir a cenar en cualquiera de los restaurantes de lujo que se hallaban por la zona. Pidió la carta a un camarero y comenzó a pensar en los platos que comería. No tardó mucho en decidirse por una ración de ostras como primer plato y otra de langosta como segundo, todo ello acompañado con vino tinto francés de gran reserva. Quería darse un homenaje gastronómico para celebrar que había llegado a tierra brasileña sano y salvo, sin haber caído en las garras de la justicia. Comió a plena satisfacción, saboreando cada plato con demora, e incluso pidió un flan de postre. Una vez terminada la cena, se levantó de la mesa sin pedir la cuenta, pues estaba alojándose en régimen de todo incluido, y se dirigió al bar del hotel, situado en una sala contigua al comedor. Se trataba de una coctelería de aire vanguardista, decorada con muebles de diseño y una larga barra de madera oscura, tras la que podía verse una colección de los más diversos alcoholes. Como si hubiera llegado al paraíso de los borrachos más pertinaces, Germán admiraba cómo las botellas de whisky, ron, ginebra, vodka y otros licores de alta graduación se disponían en varias filas, como un ejército inanimado, sobre anaqueles de madera tan largos como la barra, atrayendo su mirada con todo género de formas y etiquetas. Sólo había una camarera en la barra: una hermosa mulata de veinticinco años y silueta curvilínea, con senos y caderas abundantes, que estaba fregando las copas sucias en aquel momento. Su cabellera, negra y ondulada, enmarcaba un rostro de labios generosos, nariz gruesa y ojos negros, con una mirada expresiva y un intenso brillo. Germán le pidió que le sirviera una caipiriña cuando acabara de fregar y tomó asiento en la barra. La chica sólo tardó un par de minutos en prepararle el cóctel y Germán entabló conversación con ella mientras bebía.

–¿Cómo te llamas? –le preguntó.
–Amanda –le respondió la camarera, con cierta timidez que no se sabía si era real o fingida– ¿Y tú?

Como un fogonazo, a Germán enseguida se le vino a la mente la canción Te recuerdo, Amanda, del brasileño Roberto Carlos. Y se preguntó si tal vez su encuentro con esa camarera desconocida no sería más que un signo del eterno retorno, de los hechos que ya habían ocurrido, en algún momento de la historia del cosmos o en algún otro universo del que ya no quedaba ningún vestigio, y que ahora se reiteraban con la misma precisión con que una noria gira sobre sí misma.

–Germán. Encantado.
–Encantada. ¿Es la primera vez que vienes a Brasil?
–Sí. De hecho, acabo de llegar hoy mismo.
–¿De qué país eres?
–De España.
–Hablas muy bien el portugués.
–Gracias. Siempre se me dieron bien los idiomas. He tenido que usarlos mucho por razones de trabajo.
–¿Estás aquí de vacaciones?
–No. He venido en viaje de negocios –mintió Germán–.
–Ahora es buen momento para los negocios. La economía de Brasil está creciendo mucho… Al menos eso dicen los ejecutivos que vienen aquí.
–Eso parece. Pero no todo va a ser trabajo. También me gustaría divertirme un poco. Por cierto, ¿a qué hora cierran el bar?
–El bar está abierto las veinticuatro horas.
–Pero tú no trabajas veinticuatro horas… –repuso Germán, divertido.
–Salgo a las doce. Hay varios turnos de camareros.
–Te llevaría a tu casa, pero aún no tengo coche aquí.
–Muchas gracias, pero no hace falta. Vivo en el hotel.
–¿Aquí mismo?
–Sí. Me sale más barato que alquilar un apartamento. Y no se está mal aquí. No todo el mundo puede decir que vive en un hotel de cinco estrellas –se rió–.
–Es verdad. Yo me estoy quedando en la habitación ciento treinta y dos. Ahí tengo una botella de champán que todavía no he descorchado. ¿Te apetecería subir conmigo y tomarte una copa cuando salgas de aquí?
–No suelo tomarme copas con los clientes –volvió a reírse–. Pero tú me has caído muy bien. Espera a las doce y hablamos.
–De acuerdo.

Germán se entretuvo hojeando algunos periódicos en un sillón del vestíbulo, hasta que dieron las doce y Amanda salió del bar.

–¿Ya estás?
–Sí.
–Vamos al ascensor.

Cogieron el ascensor y subieron a la planta donde se hallaba la habitación de Germán. Él abrió la puerta con su tarjeta y ella la cerró con suavidad, para que no se escuchara ningún portazo.

–Voy a sacar el champán. Siéntate donde quieras –le dijo Germán–.

Germán sacó la botella, junto con dos copas de flauta, del mueble bar de la habitación y sirvió el champán. Acto seguido brindaron.

–Por nosotros –brindó Germán–.
–Y por tus negocios, para que te vayan muy bien –añadió Amanda­–.

Los dos comenzaron a beber una copa después de otra hasta agotar la botella, mientras conversaban cada vez con mayor confianza y su actitud se volvía cada vez más relajada. En un momento dado, cuando los dos ya habían alcanzado el punto de la alegría etílica, Germán acarició la mano izquierda de Amanda. Ella se mostró receptiva, como si aquella caricia la agradase, y al momento Germán se acercó para besarla. Una impetuosa fogosidad se había desatado. Poco después los dos estaban ya retozando en la cama de la habitación. Germán desabrochó con ansiedad el vestido de Amanda, movido por un deseo febril de palpar la carne tersa y caliente que se escondía debajo de su ropa. Amanda respiraba cada vez con mayor intensidad. No tardarían en alcanzar el orgasmo, ella primero y él un poco más tarde, hasta que se durmieron agotados entre las sábanas revueltas. Cuando los primeros rayos de sol acariciaron las cortinas de la habitación, sobre las seis de la mañana, Amanda se levantó de la cama sigilosamente, se vistió con premura y salió de la habitación cerrando la puerta muy despacio, para no despertar a Germán de su profundo sueño. No deseaba que aquella aventura de una noche diera pábulo a una relación más larga, pues, aunque Germán le resultaba simpático y atractivo, sabía que no se quedaría mucho más en la ciudad y no le convenía enamorarse de un hombre que sólo estaba de paso y tal vez no regresaría jamás a verla. Germán se despertaría una hora más tarde, sobre las siete. Aquella mañana se marcharía del hotel para seguir con su viaje. Se duchó como todas las mañanas, rehízo la maleta que unos días atrás había deshecho y abandonó la habitación sobre las ocho. En la recepción dejó un sobre para Amanda, con una breve nota que había escrito nada más levantarse de la cama, pues quería darle una muestra de agradecimiento. La nota decía lo siguiente:

Amanda:

Gracias por hacerme pasar una noche tan hermosa. Hacía mucho tiempo que no sentía nada semejante. Ahora debo continuar mi viaje. Deséame suerte. Que la vida te sonría. Quién sabe si algún día volveremos a encontrarnos.

Un beso,

Germán

El día anterior por la tarde, Germán había comprado un billete de autobús con rumbo a la provincia de Mato Grosso, en el interior de Brasil. El vehículo salía a las once de la terminal de autobuses de São Paulo. Todavía le quedaban tres horas por delante en la ciudad. A las puertas del hotel, pidió un taxi con rumbo a la terminal. Cuando llegó se dio una vuelta por la zona y entró en uno de los bares situados en las inmediaciones, para tomarse un café y hojear la prensa. Pidió un café con leche, cogió un periódico de los que había sobre la barra y se sentó en una mesa. En el diario no se había publicado ninguna noticia sobre el crimen de Pablo Sañudo. Abrió su ordenador portátil, aprovechando la red wifi del bar, y comenzó a buscar en Google noticias relacionadas con el asunto. Leyó varias informaciones de periódicos españoles. La investigación aún se mantenía bajo secreto de sumario. Ningún trabajador o persona vinculada a la compañía de seguros aparecía como sospechoso de haber cometido el crimen. Según las filtraciones del sumario que se habían producido en los últimos días, los indicios apuntaban hacia un narcotraficante mejicano con el que Pablo Sañudo había celebrado negocios ilícitos hacía varios años, y que habría consumado un ajuste de cuentas, a través de un sicario, por una deuda pendiente que Sañudo había contraído con él. Parecía como si todos los cuerpos de policía que podrían estar buscando a Germán, el de España, el de Brasil y el de la Interpol, hubieran perdido su rastro y olvidado su existencia. Sin embargo, a Germán le causaba cierta desazón este silencio informativo sobre su persona. Temía que le estuvieran tendiendo una emboscada para atraparlo en el momento más inesperado, aunque la idea de que la policía española se hubiera centrado en investigar al narcotraficante mejicano lo tranquilizaba en parte. Mientras apuraba los últimos sorbos de su café con leche, se recordó a sí mismo que debía guardar la calma y no volverse loco urdiendo conjeturas. Hasta aquel momento, no había percibido ninguna señal de que lo estuvieran siguiendo o vigilando. Se había registrado en el hotel Astoria con un nombre falso. Había seguido todas las precauciones que debía tomar un fugitivo para sustraerse a la acción de la justicia. Hasta el momento, su plan marchaba según lo previsto. Continuó mirando más noticias de España en el último de los periódicos digitales que había consultado. No dejaba de sorprenderle cómo la vida pública de su país había degenerado en un bochornoso espectáculo de variedades. El monarca, un viejo caballero de industria que se valía de la corona para sus negocios personales, se había marchado a tierras africanas para cazar elefantes con su querida, una rubia alemana que ejercía la honorable profesión de cazadora de fortunas. La hija del monarca debía comparecer en los tribunales por fraude a la hacienda pública. El tesorero del partido gobernante, tan ambicioso como falto de escrúpulos, había cobrado varios millones de euros en sobornos y los había guardado en la cuenta de un banco suizo. Mientras, el paro, la mendicidad y el hambre podían escucharse como sordos rumores en las calles de un país cada vez más abandonado a su fatídica suerte.

Tras haber pasado revista a las noticias en Internet, Germán cerró su ordenador portátil, pagó su café y salió a los pasillos de la terminal de autobuses. Como su reloj todavía marcaba las nueve y cuarto, decidió acercarse a una pequeña iglesia que se encontraba en las inmediaciones de la terminal. Se trataba de un templo de estilo neogótico, con arcos ojivales y vidrieras policromadas. En el interior, bajo su única nave, dos líneas paralelas de bancos de madera se prolongaban hasta el altar, donde había una talla de Cristo crucificado que presidía el conjunto. Hacía mucho tiempo que Germán no pisaba una iglesia, pero el aburrimiento de la espera y su curiosidad lo habían impulsado a entrar en aquélla para matar el tiempo. En su infancia solía acudir a una parroquia cercana al piso de acogida en que vivía, pues había visto que muchos niños recibían la primera comunión y no deseaba quedarse atrás. Más tarde, en la adolescencia, se apartó gradualmente del catolicismo, hasta que la religión perdió toda importancia en su vida. A aquella hora la iglesia estaba vacía. Germán se sentó en la primera fila de bancos, frente al altar, y comenzó a pensar en todo lo que había hecho desde el día en que asesinó a Pablo Sañudo. Ante la imagen del Cristo crucificado, se sintió más arrepentido y miserable que nunca y empezó a llorar silenciosamente, sin un solo gemido ni sollozo. Sabía que no podía volver atrás en el tiempo, que las consecuencias del asesinato eran irreparables, pero maldecía la fatídica resolución que lo había llevado a disparar a su antiguo jefe. Se preguntaba cómo no había sabido emplear la misma sangre fría que le había permitido matarlo para abstenerse de hacerlo. Permaneció llorando un rato y se marchó de la iglesia. Cuando llegó de nuevo a la terminal de autobuses, su reloj marcaba las diez y media. El autobús que habría de llevarlo a la provincia de Mato Grosso ya había llegado. Un grupo como de cincuenta personas estaba esperando que se pusiera en marcha. Germán se sentó en un banco y esperó la media hora que faltaba. El autobús salió puntual. Desde la ventanilla, Germán miraba cómo las calles de São Paulo, con todo su bullicio de tráfico y gente, se sucedían velozmente como las imágenes de una película. Había arrancado la segunda etapa de su viaje.




[1] Azul, así es la vida del cielo, y el dominio / de Cintia, y el palacio dilatado del sol, / el refugio de Héspero y todo su cortejo, / el íntimo de nubes doradas, grises, pardas.
[2] El sol aquí me parece frío / las flores marchitas, vieja la vida, / y sin sentido lo que se habla; / yo soy un extranjero en todas partes.

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