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domingo, 16 de septiembre de 2012

Los viejos devocionarios

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Credulity, superstition and fanaticism (La credulidad, la superstición y el fanatismo). William Hogarth. Grabado.

Pese a que no nací en una familia demasiado religiosa, el fundamentalismo católico marcó mi adolescencia desde los quince años, cuando varios libros devocionales cayeron en mis manos y decidí leerlos, hasta los diecisiete, cuando una aguda crisis de fe comenzó a transformar mis creencias religiosas. Una de las figuras de la iglesia católica que más influyeron sobre mí en aquel periodo fue la de san Antonio María Claret. Con objetivos claros de proselitismo, la iglesia católica ha mostrado a los fieles una imagen amable del que fuera confesor de Isabel II, presentándolo como un hombre consagrado a la evangelización y a las obras de caridad. Sin embargo, aunque deben reconocerse sus virtudes como santo, la verdadera imagen de Claret posee ciertos rasgos que no coinciden con los del sacerdote beatífico que representan las tallas policromadas de las iglesias, y que solo afloran en sus propios libros, casi enteramente olvidados hoy en día, donde se refleja una personalidad obsesionada hasta la insania con las nociones teológicas de pecado y de culpa. Claret, obsesionado con el castigo divino y la muerte, recuerda hasta la saciedad a sus lectores que Dios puede enviar la muerte al hombre, en cualquier momento, para castigarlo con la condenación eterna; considera toda forma de placer sexual como el más grave de los pecados posibles, y en consecuencia prescribe a los fieles una represión sexual enfermiza, una verdadera castración psicológica, que niega y anula radicalmente esa dimensión fundamental de la vida humana en que consiste la sexualidad. Así, sus libros ofrecen el retrato de un fundamentalista católico, defensor incondicional de ideas reaccionarias, que dista mucho del santo amable que muestran las imágenes destinadas al culto. Como en otras ocasiones, quisiera aclarar que no escribo estas líneas con la intención de combatir u ofender las creencias de nadie, sino con la de narrar ciertos hechos de mi vida tal y como sucedieron.

Cierto día, encontré por casualidad uno de sus libros, Camino recto y seguro para llegar al cielo, mientras ayudaba a mi madre a desalojar los muebles de un piso que había pertenecido a mi tía abuela y que sus hijos pronto venderían. No dudé en llevar conmigo aquel libro de mi tía abuela, pues sabía que a nadie le interesaba quedárselo, y un rato después de llegar a mi casa comencé a leerlo. Mientras leía sus páginas, me sobrevino la idea de que hasta entonces no había rendido culto a Dios con la dedicación suficiente, de que debía comenzar a tomarme en serio las prácticas religiosas y cumplir estrictamente las obligaciones de los fieles. Y así, de forma inesperada, se desencadenó una obsesión religiosa que duró buena parte de mi adolescencia y que todavía me sigue marcando, pese a que mis creencias han cambiado mucho desde entonces. Para mostrar algunos ejemplos de las ideas teológicas de Claret, acudiré a diversos pasajes de Camino recto y seguro para llegar al cielo. En este libro, tras una parte dedicada a la comunión, Claret aduce de forma enumerada varios casos de personas que sufrieron la condenación eterna por haberse negado a recibir la confesión o por no revelar todos sus pecados al sacerdote en la misma, y que, según afirma, se recogen en la obra devocional de san Alfonso María de Ligorio Instrucción al pueblo. Uno de los más llamativos es el de una señora que termina con su alma en el infierno por haber callado en la confesión un pecado carnal, que mueve casi a la hilaridad por el carácter fabuloso y grotesco de sus hechos, que parecen salidos de alguna leyenda o cuento popular:

6º. Ejemplo de una señora que por muchos años calló en la confesión un pecado deshonesto. Refiere San Ligorio, y más particularmente el P. Antonio Caroccio, que pasaron por el país en que vivía esta señora dos religiosos, y ella, que siempre esperaba confesor forastero, rogó a uno de ellos que la oyese en confesión, y se confesó. Luego que hubieron partido los Padres, el compañero dijo a aquel confesor haber visto que mientras aquella señora se confesaba, salían muchas culebras de su boca, y que una serpiente enorme había dejado ver fuera su cabeza; mas de nuevo se había vuelto dentro, y entonces vio entrar tras de ella todas las culebras que habían salido. Sospechando el confesor lo que aquello significaba, volvió al pueblo y a la casa de aquella señora, y le dijeron que al momento de entrar en la sala había muerto de repente. Por tres días consecutivos ayunaron y rogaron a Dios por ella, suplicando al Señor les manifestase aquel caso. Al tercer día se les apareció la infeliz señora, condenada y montada sobre un demonio en figura de un dragón horrible, con dos sierpes enroscadas al cuello, que la ahogaban y la comían los pechos; una víbora en la cabeza, dos sapos en los ojos, saetas encendidas en las orejas, llamas de fuego en la boca, y dos perros rabiosos que la mordían y se la comían las manos, y dando un triste y espantoso gemido, dijo: “Yo soy la desventurada señora que usted confesó hace tres días; a medida que iba confesando mis pecados, iban saliendo como animales inmundos por mi boca, y aquella serpiente que el compañero de usted vio asomar la cabeza y volverse dentro, era figura de un pecado deshonesto que siempre había callado por vergüenza; quería confesarlo con usted, pero tampoco me atreví; por esto volvió a entrar dentro y con él todos los demás que habían salido. Cansado ya Dios de tanto esperarme, me quitó de repente la vida y me precipitó al infierno, en donde estoy atormentada por los demonios en figuras de horribles animales. La víbora me atormenta la cabeza por mi soberbia y demasiado cuidado en componerme los cabellos; los sapos me cierran los ojos, por las miradas lascivas; las saetas encendidas me lastiman las orejas, por haber escuchado murmuraciones, palabras y canciones obscenas; el fuego me abrasa la boca, por las murmuraciones y besos torpes; tengo las sierpes enroscadas al cuello y me comen los pechos, por habernos llevado de un modo provocativo, por lo escotado de mis vestidos y por los abrazos deshonestos; los perros me comen las manos, por mis malas obras y tocamientos feos; pero lo que más me atormenta es el formidable dragón en que voy montada, que me abrasa las entrañas y es en castigo de mis pecados impuros. ¡Ah, que no hay remedio ni misericordia para mí, sino tormentos y pena eterna! ¡Ay de las mujeres –añadió–, que se condenan muchas de ellas por cuatro géneros de pecados: por pecados de impureza, por galas y adornos, por hechicerías y por callar los pecados en la confesión; los hombres se condenan por toda clase de pecados; pero las mujeres principalmente por los cuatro”. Dicho esto, abriose la tierra y se hundió esta desdichada hasta el profundo del infierno, en donde padece y padecerá por toda una eternidad.

Como puede notarse, en esta historia aparecen los elementos fundamentales de la teología de Claret: el absoluto desprecio del cuerpo humano, que se considera solo como fuente de pecado; la condena tajante del placer sexual; el desdén hacia la mujer, que bordea la misoginia; la obsesión enfermiza por la idea de culpa y la visión de Dios como un juez inmisericorde, que puede enviar la muerte a sus criaturas, en cualquier momento, con el único fin de imponerles un castigo eterno por sus pecados. En este punto, cabría repetir la pregunta que se formula el teólogo suizo Hans Küng en su libro ¿Vida eterna?: ¿puede un acto finito, como el pecado, merecer un castigo infinito, como la condenación eterna? Pero merece la pena seguir citando otros pasajes de Camino recto y seguro para llegar al cielo, para descubrir hasta dónde llegaba la teología de Claret, basada en el miedo y la represión. En otro apartado de su obra, Claret propone a los fieles diversas maneras de mortificación del cuerpo y de la mente, para imitar a Cristo con ellas. Así, se ocupa de la mortificación de todos los sentidos corporales, y entre ellos el de la vista. Dentro de un apartado sobre la mortificación de la vista, ofrece al lector una serie de consejos enumerados, entre los que cabría destacar el primero:

1º. Te abstendrás de mirar aquellos objetos que podrían suscitar en tu alma pensamientos pecaminosos, como son figuras deshonestas, comedias poco decentes, con especialidad si van acompañadas de baile, que por la circunstancia del modo de vestir y saltar debe considerarse como causa provocativa de pensamientos torpes. Y en efecto, muchísimos que en todo el decurso de la comedia habían tenido como adormecida la concupiscencia, al ver romper el baile sintiéronse asaltados de un tropel de pensamientos impuros que, abrasándolos en el fuego de las delectaciones amorosas, les hizo cometer otros tantos pecados mortales. Son muchos los que experimentan lo que Alipio, de quien nos refiere San Agustín que fue al teatro con propósito de no mirar cosa mala; pero, puesto allí, miró, pecó e hizo pecar a otros. No vayas, pues, tú a aquellas reuniones en las que los concurrentes visten con poca modestia; a los bailes, digo, y saraos; y cuando vayas por las calles y plazas, nunca fijes la vista en personas del otro sexo, especialmente si visten con menos decencia; y para que tu cuidado y recelo sea mayor, cumple a mi deber decirte que hay ciertas personas de quienes se sirve el demonio como de banderín de enganche, cuyo oficio es reclutar almas para el infierno.

También llaman la atención los consejos del apartado sobre la mortificación del olfato, donde queda patente el desprecio que mostraba Claret hacia el cuerpo:

Mortificarás el olfato huyendo de vanos olores, como son esencias, pastillas, bálsamos, aguas de olor, etc., porque quien usa esas cosas, propias de afeminados, indica ser persona sensual. Que a Dios, como a Supremo Señor, se le honre con incienso y otras cosas aromáticas es muy conforme a razón, pero que las use un mortal, que en breve ha de ser pasto de gusanos, fétido, asqueroso y abominable, es reprensible hasta lo sumo.

Pero, no satisfecho con las recomendaciones anteriores, Claret aún se permite ofrecer al lector una serie de instrucciones para mortificar el sentido del gusto y lanzar una severa filípica sobre los peligros que entrañan los placeres de la mesa y la bebida para la salud espiritual de los fieles:

Es imposible –decía Casiano–, es imposible que no experimente tentaciones impuras el que está lleno de comida; y he aquí por qué los santos que tan alto aprecio hacían de la castidad refrenaban con tanto cuidado la gula. Dice Santo Tomás que cuando el demonio tienta con la gula a una persona y es vencido, deja ya de tentarla con la impureza. San Jerónimo, escribiendo a la Santa Virgen Eustoquia, el vino y la mocedad –decía– son un doble incentivo de ilícitos placeres. Y entre otras cosas, añadía: Te aviso que, como esposa que eres de Jesucristo, huyas del vino como de un veneno. Y Salomón, en los Proverbios, dice: El vino es lujurioso; es el cebo de la incontinencia; y luego pregunta: ¿Para quién serán los lamentos? ¿No es verdad que serán para los dados al vino y que procuran apurar las copas? Porque sabe todo esto Satanás, que se huelga de nuestra desgracia en éste y en el otro mundo, ha hecho abrir tantas tabernas, figones, cafés y fábricas de licores, que son como otras tantas fábricas de pólvora para hacer guerra a la castidad y demás virtudes, porque de la impureza nacen todos los males, hasta la herejía, según nuestro adagio: No hay hereje sin mujer.

Una vez más, se manifiesta el desprecio feroz de Claret hacia toda forma de goce, hacia todo lo que vuelve la existencia humana más agradable y atractiva. En suma, el confesor de Isabel II padecía de odio a la vida, una de las características que definen a los fundamentalismos religiosos, como afirma Michel Onfray en su ensayo Tratado de ateología. Por otro lado, Claret aborrece toda filosofía que no se mantenga en los límites de la ortodoxia católica, advirtiendo que el uso del pensamiento crítico y la búsqueda libre del conocimiento no solo conducen a la perdición eterna, lo cual resulta lógico en una teología fundamentalista como la suya, sino que también producen terribles sufrimientos en la hora de la muerte, pues los remordimientos del alma por los pecados cometidos aumentan los dolores del cuerpo. Así, en un apartado sobre la administración de los santos sacramentos a los enfermos, señala a Voltaire y Rousseau, las dos figuras más destacadas de la Ilustración francesa, como ejemplos de filósofos que, por haberse apartado de la ortodoxia católica, padecieron tanto dolores físicos como terribles angustias en su lecho de muerte:

Me explicaré por principios de filosofía: entre el alma y el cuerpo media la unión más íntima que puedes figurarte; por manera que cuando el alma está afligida, triste y apesadumbrada, estas penas hacen eco en el cuerpo, el cual se pone también afligido, y triste, y melancólico, y al revés. Ahora bien: la mayor parte de las enfermedades consisten en una falta de equilibrio o desconcierto de humores. Por lo que, estando el cuerpo así indispuesto, comunica al alma su dolor y pena; entonces el alma, que quizá había estado adormecida por las pasiones, vicios y pecados, se despierta, y como un mar agitado por un terrible huracán se alborota, y como un estanque de agua cuyo fondo o suelo está lleno de lodo y cieno si se revuelve se levanta toda aquella inmundicia cuando antes de revolverse parecía que ninguna tenía, así el alma empieza a temer la justicia de Dios y se le aumenta este temor con la memoria de los delitos, culpas y pecados de la vida pasada. Esto nos cuenta la Sagrada Escritura de Antíoco, que estando enfermo decía: Ahora me acuerdo de los males que hice a Jerusalén; esto pasó en Voltaire, en Rousseau y en muchísimos otros que podría referir, y este temor y espanto aumenta el dolor del cuerpo.

Como ya he dicho antes, este libro de Claret me produjo una obsesión por el pecado, el castigo divino y la muerte que ensombreció buena parte de mi adolescencia y todavía me sigue marcando. Podrá parecer insólito, absurdo e incluso ridículo, pero en aquella época sentía un miedo cerval a que Dios me enviara la muerte en cualquier momento y me arrojara al infierno; o a que enviara alguna desgracia sobre mi familia o sobre mí como castigo por mis pecados, que por lo demás consistían en faltas o debilidades intrascendentes, propias de la inmensa mayoría de los seres humanos. Y, pese a haber abandonado la práctica de la fe católica desde hace años, todavía conservo restos de aquellos temores. Me distancié de un amigo de la infancia, creyendo que podría suponer una mala influencia para mí; por suerte, muchos años más tarde recobré el contacto con él. Habiéndome quedado absolutamente solo en aquella época de mi vida, sin ningún amigo, pensé que debía continuar así, para evitar cualquier amistad que me incitara a pecar o me apartara de la fe católica, y que, si renunciar a las amistades en este mundo, viviendo en soledad como los padres del desierto, era el precio que debía pagar a cambio de la salvación eterna, bien merecía la pena asumir semejante sacrificio. Apenas me detendré para hablar de la malsana obsesión por la sexualidad que sufrí: básteme decir que, cuando miraba a una mujer que llamaba mi atención en la calle, en el instituto o en cualquier otro lugar, de inmediato me sentía culpable. Evitaba acudir al cine y en algunas ocasiones al teatro, leer ciertas obras filosóficas o literarias o incluso hojear libros de arte, para no descubrir ideas contrarias a la fe católica y, sobre todo, para alejarme de cualquier manifestación de erotismo. Si Voltaire y Rousseau, dos pensadores cuyas obras deseaba leer para ampliar mis conocimientos filosóficos, habían caído en el infierno tras padecer una terrible agonía en su lecho de muerte, concluí que me convenía más permanecer en la ignorancia, de cara a mi salvación, que traicionar a Dios por mi curiosidad intelectual. En el colmo de lo irrisorio, hasta dejé de usar colonias y perfumes, creyendo que usarlos era un gesto de vanidad. Por si los consejos de Claret no resultaran suficientes, en el desván de mi casa hallé más libros religiosos: un devocionario llamado Misalito Regina, escrito por Luis Ribera, un sacerdote claretiano, y que mi madre había utilizado en su infancia, cuando estudió en un colegio de monjas; y otro devocionario de autor anónimo, cuyo título se había borrado de la cubierta debido al paso del tiempo, que perteneció a una bisabuela o tatarabuela mía, y en el que se narraban diversas historias sobre las ánimas del purgatorio. Evitaré toda cita del Misalito Regina, pues sencillamente se trataba de un opúsculo piadoso dirigido a niños y adolescentes, y acorde con la ideología nacionalcatólica de la España franquista, pero que carece de especial interés. Sin embargo, sí me tomaré la molestia de citar algún pasaje del segundo. Como en aquella época sentía gran afición por el dibujo y la pintura y les dedicaba la mayoría de mis ocios, una de las historias que más me sorprendieron de este segundo libro fue la de un artista que había sido condenado a las llamas del purgatorio por haber realizado por encargo una pintura obscena (posiblemente se tratara de algún desnudo o cuadro de asunto mitológico donde aparecieran figuras desnudas):

Refieren varios autores que, estando un religioso carmelita descalzo en oración, se le apareció un difunto con semblante muy triste y todo el cuerpo rodeado de llamas. “¿Quién eres tú? ¿Qué es lo que quieres?, preguntó el religioso. –Soy, respondió, el pintor que murió días pasados, y dejé cuanto había ganado para obras piadosas. –¿Y cómo padeces tanto, habiendo llevado una vida tan ejemplar?, volvió a decirle al religioso. –¡Ay!, contestó el difunto; en el tribunal del supremo Juez se levantaron contra mí muchas almas, unas que padecían terribles penas en el purgatorio, y otras que ardían en el infierno, a causa de una pintura obscena que hice a instancias de un caballero. Por fortuna mía se presentaron también muchos Santos, cuyas imágenes pinté, y dijeron para defenderme que había hecho aquella pintura inmodesta en la juventud, que después me había arrepentido y cooperado a la salvación de muchas almas, pintando imágenes de Santos, y por último, que había empleado lo que había ganado, a fuerza de muchos sudores, en limosnas y obras de piedad. Oyendo el Juez soberano estas disculpas, y viendo que los Santos interponían sus méritos, me perdonó las penas del Infierno, pero me condenó a estar en el Purgatorio mientras dure aquella pintura. Avisa, pues, al caballero N.N. que la eche al fuego; y ¡ay de él si no lo hace! Y en prueba de que es verdad lo que digo, sepa que dentro de poco tiempo morirán dos de sus hijos”. Creyó, en efecto, el caballero la visión, arrojó al fuego la imagen escandalosa, antes de dos meses se le murieron dos hijos, y él reparó con rigurosa penitencia los daños ocasionados en las Almas.

Dudé siempre de la veracidad de esta historia, como también me sucedió con las recogidas en el libro de Claret, pero el miedo a los castigos en una vida ulterior, ya fueran temporales o eternos, siempre conseguía vencerme. Temiendo correr una suerte igual o más desventurada que la del pintor, llegué a destruir varios desnudos femeninos que había realizado con lápices o plumilla sobre papel de dibujo, considerando que había cometido un pecado contra el sexto mandamiento. Debido al trabajo que me habían costado, me dolía romperlos y tardé muchos días en decidirme a ello, pero finalmente despedacé los folios y vertí sus restos en el cubo de la basura, en un gesto de fanatismo abominable, pensando que así daba un paso necesario para mi salvación. Ahora me asombra cómo pude caer en aquella locura religiosa, oscura y cruel, como define Voltaire el fanatismo en su Diccionario filosófico. Cabría preguntarse si una concepción de Dios como ésta, que exige a sus seguidores renunciar a todas las alegrías de la vida, anular sus impulsos más naturales, como la sexualidad, menospreciar la cultura y el conocimiento e incluso destruir obras de arte, no lo convierte en una imagen fiel de su propio antagonista, el diablo. De este modo, las obras devocionales, escritas para salvar a sus lectores del infierno, lo trajeron para mí a este mundo en los años de mi adolescencia, pues ya se sabe, como dice el adagio, que el camino que lleva al fuego eterno está empedrado de buenas intenciones.

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