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Castaños en los alrededores de la aldea de Villaver (Cervantes, Lugo).
Una vez más, salgo
de la aldea de Villaver y me adentro en el bosque de castaños que cubre sus
alrededores. Hacía ya doce años que no pisaba este bosque, desde los lejanos
tiempos de la infancia, cuando solo contaba diez. Y una vez más me sobreviene
un deslumbramiento, una fascinación inevitable y misteriosa, cuando mis ojos
recorren las formas abruptas o sinuosas de los troncos y ramas de unos castaños
que superan el siglo de edad. Me detengo una y otra vez en los recodos del
camino para sacar fotografías. Ora me sorprenden las gotas de la lluvia del día
anterior atrapadas en la tela que alguna araña ha tejido entre las ramas de una
zarzamora, ora una casa abandonada, cuyos muros, levantados en piedra de un
color ocre rojizo, parecen dormir un profundo sueño y destilan una aguda
melancolía; ora las diminutas flores púrpuras que brotan sobre las rocas de los
márgenes del camino, dándoles un aire de jardín de rocalla; ora dos troncos de
castaño envueltos en las redes de la yedra; ora la imagen de otro castaño cuyas
ramas, enormes y frondosas, se espejan en una charca formada a sus pies. Y
todavía, para mi asombro, recuerdo algunos tramos del camino, pese a los años
transcurridos. Cuando creo haber caminado lo suficiente, doy media vuelta y
regreso a la aldea, con paso ligero y entusiasmo ferviente por la belleza del
bosque, girando la cabeza a menudo para admirar de nuevo los árboles que voy
dejando atrás.
* * *
Se celebra la
verbena de las fiestas patronales de la aldea. No hallo nada relevante o digno
de interés. Una joven acordeonista, desde un escenario montado en el interior
de una camioneta, toca un repertorio de pasodobles, merengues, cumbias y
demás bodrios latinos. A su izquierda, un chiringuito cubierto con un toldo de
intenso color amarillo servía bebidas a la concurrencia. Pero entiendo que al
menos los vecinos de la aldea pueden entretenerse un rato y la joven músico
ganar algún dinero. Yo mato el aburrimiento fotografiando los montes que se
divisan en lontananza, desde un prado cercano a la fiesta, hasta que oscurece del todo. La verbena coincide con la hora del crepúsculo. Sobre la cima de las
montañas, donde predominan el azul y el verde oscuro, aletea un difuso
resplandor naranja, mientras los cirros, como jirones de gasa, oscilan entre
el rosa pálido y el rojo intenso. Abajo, hay azul y verde; arriba, naranja y
rojo: el sueño pacífico de la tierra contra las vigorosas llamaradas del cielo.
* * *
Una
noche, en la aldea de Villaver, cuando salgo a buscar agua a la fuente, me sorprende
la visión del cielo estrellado. Innúmeras estrellas, como diamantes diseminados
por las manos de un ángel en el espacio infinito, ardían sobre mi cabeza. Esta
floración celeste se opone a la oscuridad del camino, anegado en sombras, por
lo que debo alumbrarme con una linterna. Recuerdo ahora unos versos del Himno a la inmortalidad de Hölderlin,
poema de juventud que forma parte de los conocidos como Himnos de Tubinga: Los
ejércitos de Orión resplandecen en torno a mí, / orgulloso resuena el paso de las Pléyades. Así que me recuerdo a mí
mismo que no debo temer las sombras de la noche, pues el cielo estrellado vela
por mí. La fuente se halla en el final de la aldea; a su lado, hay una casa
abandonada, cuyas ventanas permanecen selladas con tablas, y un camino que se
adentra en un bosque de castaños. Bajo una oquedad abierta en la montaña, donde
los helechos crecen con febril vitalidad, el agua mana límpida y fría, se derrama
sobre una especie de abrevadero y sigue su curso formando un breve arroyuelo que
se hunde bajo tierra. Acerco una botella al hilo de agua, hasta que su cuello
rebosa. La noche se mantiene en una calma absoluta. Solamente los grillos, con
su salmodia lejana y aguda, rompen el hondo silencio de los prados y bosques,
el insondable reposo del valle. Al volver a la casa familiar, descubro en las
paredes innúmeras clases de polillas, que muestran asombrosos dibujos en sus
alas. Aquí la vida se manifiesta con toda su variedad de formas.
* * *
Un día, por
la tarde, llego a Santiago de Compostela con mi padre y mi hermana, casi a la
hora de comer. Buscamos un sitio para almorzar y acabamos en un restaurante
encontrado por casualidad. Después del
almuerzo, rompe a llover. Incauto, he dejado el paraguas en la casa de mis
tíos, confiando en que haría buen tiempo, pero en Santiago llueve todo el año,
así que me veo obligado a comprar uno en la primera tienda de baratijas que
descubro en mi camino. Nos dirigimos a la catedral. Hace doce años desde mi
última visita a la catedral de Santiago. Entramos en la catedral por la Plaza
de las Platerías. Me quedo deslumbrado con la Puerta de las Platerías, rica en
ornamentos, y con la fuente de la plaza, donde cuatro caballos arrojan sendos
hilos de agua por sus bocas y, sobre ellos, coronando la fuente, se yergue lo
que parece una estatua alegórica de la fe, que sostiene algo semejante a una
custodia en sus brazos. Una vez en la catedral, nos fundimos con la muchedumbre
de turistas y peregrinos que la visita. Descendimos a la cripta que guarda la
tumba del apóstol. En una cámara de bajo techo y gruesos muros, la tumba se
encuentra al final de un angosto pasillo, que la comunica con una diminuta sala
donde la gente reza o saca fotografías. Recorro despacio la girola; en una de
sus capillas, me detengo a contemplar con honda admiración un relieve de la
Piedad, en el que aparece Cristo muerto, sostenido por María y rodeado de los
apóstoles. El relieve parece de estilo renacentista; sus figuras muestran un
dolor contenido en los rostros y las actitudes, sin caer en el patetismo desmesurado,
y guardan unas proporciones ideales, como si hubieran salido de un cuadro de
Perugino o de Rafael. Sigo caminando bajo las altas bóvedas románicas hasta
llegar a los primeros bancos de la catedral, que ofrecen una buena vista del
altar mayor. Éste último es un frenesí de ornamentos barrocos, cubierto de pan
de oro: ángeles, columnas salomónicas, hojas de acanto y otros motivos
vegetales. Tengo la sensación de que la imagen del apóstol Santiago perdiera
importancia, desde el punto de vista plástico, en medio de este frenesí decorativo,
pues la mirada se me desvía, involuntariamente, hacia las innumerables figuras
y ornamentos que la rodean. Sobre mi cabeza, imponentes, se alzan dos órganos
españoles, uno a cada lado, mostrando su batalla
(es decir, una serie de tubos proyectados hacia delante, como clarines de
guerra). No podemos ver en su totalidad el Pórtico de la Gloria, pues se halla
en obras de restauración, cubierto en su mayoría por andamios. De la obra
escultórica del maestro Mateo solo podemos contemplar la columna que sostiene
el tímpano y la figura del Pantocrátor, serena y majestuosa. Al salir de la
catedral, me resulta delicioso pasear por las calles adoquinadas de Santiago, pobladas
de viejos edificios de piedras ocres y grises, entre la muchedumbre que fluye
como un río. La lluvia no cesa. Como vengo del estío cálido y seco de Canarias,
caminar bajo la lluvia me inspira una jovialidad espontánea, como si en alguna
medida retrocediera en el tiempo hasta la infancia, cuando saltaba con alegría
los charcos que forma el agua sobre las aceras o los arroyuelos efímeros que
corren sobre las calzadas.