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domingo, 15 de julio de 2012

Notas (II)

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Orquídeas en el jardín botánico de Puerto de la Cruz (Tenerife).

Tomé la guagua en La Laguna, con los compañeros del grupo de senderismo de la universidad, para subir hasta Las Cañadas. La guagua se detuvo un rato en La Esperanza, donde el verde jugoso de los campos se difuminaba tras una gasa de niebla. Las ramas de algunos castaños emergían como presencias fantasmales de ese aliento blanquecino que lo rodeaba todo. Cuando la guagua reanudó la marcha, continuó subiendo entre pinares, también envueltos en la bruma de aquella mañana fresca. Las tensas verticales de los pinos me sugerían delgadas columnas que sostuvieran, entre cielo y tierra, la inmensa catedral de la naturaleza. Entre ellas se distinguían arbustos de flores blancas, similares a racimos de escarcha; dudo si eran saúcos, retamas u otra planta que desconozco. A medida que el autobús iba subiendo, los paisajes se tornaban cada vez más sobrecogedores, con amplios valles y desfiladeros, y desde aquellas alturas podía verse el mar de nubes, la blanca extensión que las nubes forman cuando se encuentran con las faldas de las montañas. Dejados atrás los pinares envueltos en la bruma, en aquellas alturas reinaba la claridad solar. Mientras yo miraba desde la ventanilla de la guagua los desfiladeros y el mar de nubes, sentí un cierto sobrecogimiento, y enseguida me percaté de que estaba sintiendo lo que Kant llamó lo sublime matemático: la mezcla de admiración y temor que inspira un objeto de grandes dimensiones, ante el cual el hombre toma conciencia de su fragilidad y su pequeñez. Describiré la caminata de manera resumida, sin entrar en demasiados detalles. Empezamos en Las Cañadas, ante unas coladas de lava surgidas tras la erupción que sufrió el Pico Viejo a finales del siglo XVIII. Bajo el azul cristalino de la mañana, vacío de nubes, lenguas de piedra rugosa y negra se extendían sobre los ocres de la tierra. Ni la más diminuta yerba, ni siquiera el manto naranja y verdoso de los líquenes, crecía sobre aquellas coladas de lava, que me ofrecieron la viva imagen de un desierto. De repente, una bandada de vencejos cruzó el aire sobre nuestras cabezas y desapareció más allá de las montañas. Los mismos vencejos que revolotean y dibujan las cabriolas más audaces, sobre las azoteas de la ciudad, también llegan hasta allí, hasta las atalayas de la isla, donde las rocas frisan con el cielo. Después anduvimos un camino que discurría entre pinos y retamas sueltos, que no llegaban a formar un bosque, hasta adentrarnos en los pinares de los altos de Guía de Isora. Allí pude admirar varios ejemplares de pinos ancianos, cuyas ramas se han curvado con el tiempo, como si quisieran imitar a los cedros de las estampas japonesas. Los árboles emergían de gargantas abiertas como fisuras en las montañas, y un tibio sol, atenuado por las nubes, descendía sobre sus copas. En el pasado, algunos troncos se vaciaron por la base para la obtención de resina, que se empleaba en la curación de enfermedades pulmonares. De las oquedades abiertas en ellos pendían gotas de resina endurecida, como las estalactitas de una cueva, con matices que variaban entre el amarillo dorado y el naranja. Durante el camino yo meditaba en silencio. Me decía a mí mismo con el pensamiento: jamás olvides que formas parte del todo; que la ley natural, lo quieras o no, te vincula al resto de las criaturas con un lazo indeleble; que el hombre, cuando destruye la naturaleza, se destruye también a sí mismoAcabada la comida, nos acercamos hasta una fuente. Para llegar hasta ella, había que subir un angosto sendero, sembrado de pedruscos que lo hacían casi intransitable. La fuente se escondía en una pequeña cavidad abierta en el monte. Dentro de la cavidad, un chorro de agua manaba fresquísimo de la roca madre, y en torno de él, bajo el amparo de la sombra, crecían grandes tallos de menta, cuyo verde igualaba en intensidad a su aroma. Sediento, acerqué mis labios al chorro para beber un trago, y luego aspiré el aroma de la menta para que llegara hasta mis pulmones. Seguimos caminando sin más pausas hasta salir de aquellos pinares. Entonces nos detuvimos de nuevo para descansar en una era de piedra, donde en otras épocas se trillaban los cereales, y descendimos una larga y áspera cuesta, por una ladera poblada solo de brezos y otros matorrales, hasta el final del camino.

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Para que no me las hurte el olvido, anoto aquí las impresiones que me dejó una caminata por la costa del sur de la isla, en los alrededores de El Médano: el cielo despejado, libre de toda nube, donde brilla un sol de justicia; el oleaje que estalla sobre los arrecifes negros con la furia de los dioses, levantando espuma como borbotones de leche hirviente; las tuneras que crecen a unos metros del océano, y cuyas espinas fulguran bajo el mediodía como agujas de oro; las rocas erosionadas, como si no hubieran adquirido todavía su forma definitiva, como si la costa de esta zona de la isla hubiera quedado a medio hacer; el rumor incesante del viento, que llega a aturdir mis oídos; la intensa aridez del paisaje, donde solo crecen algunas yerbas y matorrales acostumbrados a unas duras condiciones de vida; los tonos ocres y rojizos de la tierra; las pronunciadas cuestas del sendero, que discurría todo por subidas y bajadas, atravesando las montañas cercanas al mar; las inusuales formas de las tabaibas, que parecían retorcidas por el viento; el baño después de la caminata, en una pequeña playa donde las olas chocaban como golpes de frescura con mi piel acalorada por el sol.

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Apunto las impresiones de una visita al jardín botánico de Puerto de la Cruz, donde nunca había entrado hasta ahora. Como ya esperaba, predomina la vegetación tropical, favorecida por el clima templado y húmedo del norte de la isla. Comienzo mi recorrido por la galería de la entrada, cubierta por un umbráculo de listones curvos de madera, bajo los que crecen anturios, philodendron y diversas enredaderas con una vitalidad furiosa. Al salir de esta galería, llama mi atención una pérgola bajo la que crecen diversas especies de orquídeas, epífitos y bromelias, entre ellas el cuerno de alce, una planta originaria de África llamada así por la forma de sus hojas, que recuerdan a los cuernos de este animal. Los epífitos crecen de forma espontánea en algunos árboles del jardín, aprovechando las oquedades de los troncos. Aquí se cultiva una gran variedad de especies, muchas de ellas utilizadas en los parques y jardines de la isla, con lo que voy aprendiendo los nombres de muchas plantas que me resultaban familiares a la vista, pero cuyos nombres ignoraba: la platanilla, el agapanto o lirio africano, la palmera real... Sigo caminando hasta llegar a un ejemplar inmenso de ficus, que tal vez sea el árbol más alto y grande de este jardín: la conocida como higuera del Botánico. Las raíces aéreas de este ficus, que rebasa el siglo de edad, llegan desde las alturas hasta el suelo, como segundos troncos, formando un bosque de columnas que apuntala sus ramas. Algunas no han tocado el suelo y cuelgan de las ramas como lianas que todavía no se han endurecido. También reparé en algunas araucarias de gran tamaño. Finalmente, llegué al estanque situado al final del jardín. Nenúfares amarillos y rosados crecen sobre el agua medio turbia. De vez en cuando, se descubre la silueta naranja de alguna carpa, fulgurando como una llama subacuática sobre un fondo verdoso. De súbito, una tortuga negra asoma su cabeza del agua, acercándose a un paso de donde estoy, en el borde del estanque; me observa fijamente por unos segundos, con una mezcla de curiosidad y mansedumbre, y se sumerge de nuevo para continuar nadando. Entonces medito sobre la vida serena y libre de inquietudes que lleva la tortuga, pues no desea más que la frescura del estanque y el alimento que tal vez le suministren los jardineros. Me sorprendo una vez más ante lo poco que necesitan los animales para su felicidad, si lo comparo con la desmesurada ambición de los hombres, que tan a menudo los conduce a la ruina y a la desventura, y me digo a mí mismo que todos deberíamos cuestionarnos la presunta superioridad humana, al menos por unos momentos, y detenernos a tomar lecciones del resto de las especies.

lunes, 9 de julio de 2012

Ángel caído

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¡Ángel con grandes alas de cadenas!
BLAS DE OTERO

El poeta es un ángel
caído en este mundo,
a causa de su indómita inocencia.
La cólera del viento
se lo llevó de sus amadas nubes,
para dejarlo a su merced, a solas,
en el páramo frío de los hombres.
Mientras barren sus alas de cadenas
la mugre de las calles,
declara, con su cálido lamento,
su nostalgia de límpidos azules.
Solo su canto guarda
la memoria borrosa
de su cielo perdido.