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martes, 21 de septiembre de 2010

La alondra (notas sobre un poema de Shelley)


En Emilio, su famoso tratado de pedagogía, Rousseau desarrolló la teoría de la bondad natural del hombre, según la cual éste, cuando vive en la naturaleza, permanece en un estado de inocencia que luego pierde cuando se incorpora a la sociedad. Por otro lado, en su obra autobiográfica Las ensoñaciones del paseante solitario dio una especial importancia al contacto con la naturaleza, mediante el que el filósofo entraba en un estado contemplativo que le permitía olvidarse de sí mismo y sentirse unido al paisaje que lo rodeaba. La concepción rousseauniana de la naturaleza influyó hondamente sobre los primeros escritores románticos; así, pueden rastrearse sus huellas en la obra poética de Shelley y en la de otros románticos como Hölderlin, Schiller o Keats. En este sentido, el primero y el segundo dedican sendos poemas en homenaje al pensador francés, mientras que en el tercero la influencia rousseauniana se deja sentir en el protagonismo que concede a la observación directa de la naturaleza en su poesía.

Por un lado, en sintonía con el pensamiento de Rousseau, la sociedad adquiere connotaciones negativas en la obra poética de Shelley, presentándose como un espacio de sometimiento y opresión. Así se percibe en sus poemas de contenido político, como Inglaterra en 1819, en el que enumera los males de su país y llama a sus conciudadanos a la revolución. Por otro, el yo lírico se libera en la naturaleza de todas las circunstancias que lo abruman –la melancolía, el tedio, el desánimo causado por una sociedad autoritaria y cerrada, en la que no han penetrado los ideales de la revolución francesa, la conciencia de la marginalidad social del poeta– y trasciende a un reino puro y luminoso, donde puede sentirse libre y recuperar la unidad con el resto de los seres. Sin embargo, el poeta sigue sufriendo la escisión entre sociedad y naturaleza, que se halla en la base de la literatura romántica, y, aunque a menudo oculta este sufrimiento, a veces no puede evitar que en sus poemas se trasluzca o se manifieste abiertamente con sombrías tonalidades. Así pues, el aura trágica de la poesía de Shelley nace de una doble imposibilidad: la de llevar a cabo el sueño de la utopía, instaurando en la sociedad los ideales revolucionarios, y la de llevar a cabo el sueño de la unidad, superando la escisión entre sociedad y naturaleza, dos mundos que hablan diferentes idiomas y que parecen condenados a no entenderse. Esta cosmovisión se advierte en el poema A una alondra, donde el autor saluda a esta ave llamándola espíritu dichoso y la convierte en símbolo de un gozo sin medida, superior a todos los demás. Dirigiéndose a ella, la interroga acerca del origen de su alegría:

¿Qué motivos nutren la fuente
de tu caudal siempre dichoso?
¿Qué campos, montes u oleajes?
¿Qué sesgos de llanura o cielo?
¿Qué amor de tu linaje, qué ausencia de dolor?

Pero el origen de esta alegría es desconocido, y podría decirse que numinoso. El poema nos sugiere que acaso proviene de una energía vital que anima el universo, semejante al éter de la poesía de Hölderlin. En la poesía de Hölderlin, el éter aparece como la sustancia creadora que infunde vida a todos los seres, de acuerdo con el panteísmo del poeta alemán. Así, por ejemplo, en su oda El hombre el ser humano surge de la unión del éter y la tierra, y no por casualidad en su oda Al éter se refiere a los pájaros como los favoritos del Éter, coincidiendo en cierto sentido con la visión de Shelley. Por otro lado, la alondra se convierte en imagen de la creación artística del romanticismo, ya que vierte su música, como dice el poema, en numerosos cantos de un arte incontrolable. En este verso, Shelley se refiere a la fuerza interior, de origen desconocido, que mueve al poeta en el momento de la escritura, y a la vez pone de manifiesto la naturaleza de la poesía romántica, que ha quebrado las cadenas del racionalismo ilustrado y en la que ya sólo domina el impulso arrollador de las emociones. El poeta, nacido en la sociedad humana, se siente lejos todavía de la unidad con el mundo natural, pero desea integrarse en él a través de la mediación del canto de la alondra, que le ayudará a comprender la belleza del universo. Así, se confiesa arrobado por su canto, y le ruega con insistencia que le desvele el significado de sus sonidos:

Enséñanos tú, Duende o Pájaro,
qué gratos pensamientos guardas,
pues jamás conseguí escuchar
alabanza de amor o vino
que exhalase un diluvio de éxtasis tan sagrado.


[…]

Enséñame al menos un poco
del gozo que hay en tu interior,
pues si tal locura armoniosa
fluyese de mi boca, el mundo
tendría que escucharme como te escucho ahora.


La alondra permanece sumida en un éxtasis sagrado, como el de las ménades, quienes según el mito lo recibían de Dionisos. Si el autor llegara a conocer ese secreto, quedaría poseído por la energía vital que irradia la alondra, y su poesía se convertiría en una locura armoniosa, es decir, un canto de absoluta pureza y espontaneidad, que manaría de su espíritu como una fuerza de la naturaleza. De este modo, el ideal al que aspira la creación artística del romanticismo se realizaría plenamente.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

El paseo

***

Manzano en Cervantes, Lugo.


(Evocación de un viaje reciente)

Hacia el final de la tarde, mi padre y yo salimos de la aldea para dar un paseo. A los dos lados de la carretera, los árboles se yerguen esplendorosos, como vivientes homenajes a la belleza de la tierra. Voy caminando con la vista fija en los álamos, de troncos delgados como astiles de navíos y frondas de papel de seda, que se mueven con el más ligero indicio de viento; y en los robles, de troncos gruesos y frondas que suben hasta las copas formando coronas de hojas. Pero los que más amo son los viejos castaños, los de ramas sinuosas como los meandros de un arroyo, troncos surcados de estrías de la anchura de un dedo, tan gruesos que se necesitarían varias personas para abrazarlos, y raíces onduladas como cabellos que se hundieran en las profundidades de la tierra. Venerables, sagrados para mí como dioses terrenos, ofrecen cobijo a las inquietas dríades del bosque. Muchos rebasan el siglo de edad. De sus ramas ya cuelgan los erizos de los que saldrán en otoño, uno o dos meses después, las castañas. Por el anverso de sus hojas, el último sol de la tarde reverbera con destellos de fuego; por el envés, se trasluce y las enciende como si del verde manara una luz interior.

Andamos en sentido paralelo al cauce del Navia. En el fondo del valle, el río fluye oscuro bajo la espesa bóveda de álamos que le da sombra; en algunos tramos, donde la enramada se abre para dejar paso a la luz, el agua reluce como si gotas de sol hubieran caído y flotaran en su superficie. De vez en cuando, nos encontramos algún manzano aislado, rebosante de manzanas verdes. Le pregunto a mi padre cuándo madurarán las manzanas; me responde que en invierno, hacia el mes de diciembre. Luego, me señala un trozo de tierra donde mi familia ha plantado varias hileras de nogales. Jovencísimos aún, enseñan sus delgados troncos, de gris blanquecino, y sus hojas incipientes, de verde claro. Pero cada uno, en su juventud, encierra una promesa de árbol adulto, de madera robusta, de verde intenso, de nueces abundantes, de ramas a las que subirán los pájaros a hacer sus nidos. Un poco más allá de los nogales, damos la vuelta. Mientras regresamos a la aldea, desde las cunetas nos saludan las rubias manchas de avena salvaje; los helechos, que tejen densas alfombras en el sotobosque; las dedaleras, con sus delicados racimos de flores cárdenas; los brotes de roble, que emergen del suelo con una vitalidad furiosa, como si quisieran adueñarse de la carretera en el futuro, levantando el asfalto con sus raíces y convirtiéndola en un sendero de monte.