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sábado, 26 de diciembre de 2009

Natividad

Adoración de los pastores, de Domenico Theotokopoulos, “El Greco”. Óleo sobre lienzo. Museo del Prado.

I

El misterio

Nunca ha sonado como en esta noche
ni se ha sentido nunca,
así de clara y honda,
la armonía que manan
las esferas celestes,
la armonía que dice a los oídos
el áureo fulgor de la belleza.
La paz del Universo,
mecido por las manos amorosas
de un Padre, que en la sombra lo sostiene,
se transforma en sonido.
Hasta el grave silencio de la noche
queda transfigurado
en música indecible.

Hoy al mundo ha venido, en la angostura
de la pobreza humana,
Dios en forma de niño,
entre muros helados, que ilumina
su diáfana presencia.
Anónimos pastores, desvelados
por las voces de un ángel,
se reúnen a verlo.
José, mirando al niño,
medita silencioso.
Sobre María queda, revolando,
la esencia del misterio.

II

Llanto del niño Dios

Oigo un llanto lejano,
que en la noche cerrada
conmueve el universo,
mas, a la vez, lo llena
de alborozo inefable
y amor desconocido.
Un solo niño quiebra
un abismal silencio con su llanto,
con su vagido tierno.
Las sombras de la noche, cuando llora,
se iluminan de luces delicadas,
y un aura suave alea
en el vacío silencioso
donde giran los astros.

Niño de lágrimas serenas,
sólo dime si lloras por los hombres,
quienes te respondemos
con dura indiferencia y seco olvido.
Tu llanto es una fuerza
que me induce a buscarte.

sábado, 21 de noviembre de 2009

La palabra absoluta

Cristo crucificado, de Benvenuto Cellini. Escultura en mármol. Basílica de San Lorenzo de El Escorial.

Dime, Cristo, si guardas en tu seno
la palabra absoluta,
que ilumina las noches,
como cerilla ardiente,
y sana las heridas,
como bálsamo tibio.
Dime, Cristo, si guardas
la palabra absoluta
amor–, calladamente.

Tus vértebras erguidas
padecen la dureza del madero.
La carne y la madera,
unidas, casi vueltas en hermanas,
insisten en salvarme.

Si mis dedos pudieran
acariciar la piel de tus costados
y sentir el jadeo
de tu respiración agonizante,
acaso rozarían la palabra
que guardas en tu seno;
acaso entenderían
que sólo tu palabra silenciosa
amor– podrá salvarme.


Francisco Guerrero: ¿Qué te daré, Señor? (madrigal religioso). Ensemble La Colombina.

Nota del autor:  Ya pueden consultarse parcialmente mi poemario Tratado de la luz y mi libro de teatro La desgracia de Orfeo y el desdén de Colombina en Google Libros. Si alguien estuviera interesado en consultarlos, puede ver Tratado de la luz haciendo clic AQUÍ y La desgracia de Orfeo y el desdén de Colombina haciendo clic AQUÍ.

sábado, 24 de octubre de 2009

Un pájaro


En la primera luz de la mañana,
trina un pájaro a solas.
Es una mancha verde y amarilla,
posada en la araucaria que se yergue,
buscando unir las nubes con el suelo,
en el jardín angosto de una casa.
Es un cuerpo de luz, que tiende lazos
de unas ramas a otras
con leves aleteos.
Sobre el árbol, se quedan
las nubes detenidas,
enseñándome, igual que un mapa abierto,
una geografía volandera
de los reinos celestes.

Los trinos de ese pájaro, que nacen,
como un agua de sol, de su garganta,
alivian la silueta
de la ciudad, pesada y agobiante,
que eleva sus murallas
y torres de cemento bajo el cielo.
Los trinos de ese pájaro renuevan
mis ansias de alborozo, mi esperanza
de que el cielo presente
sea más luminoso
que el cielo del pasado.

Concierto

Acudo a un concierto de música antigua en La Laguna, en la ermita de san Miguel. Esta vez, el programa está dedicado a la viola da gamba, ese instrumento antiguo y fascinante. El músico sube al escenario y toca una pieza de un compositor francés, cuyo nombre no recuerdo, que hasta ahora desconocía. Luego, toca una suite de Sainte–Colombe, ese misterioso personaje del siglo diecisiete, del que ni siquiera conocemos su nombre con certeza (se supone que se llamaba Jean). La música para viola da gamba rezuma una insólita poesía, una misteriosa belleza. La viola, en el centro del escenario, irradia sonidos hacia el auditorio, como una fuente de resonancias insondables. Ora canta jubilosa; ora medita sosegada; ora se queja con lastimeros acentos. No en vano se decía en Francia, en los siglos diecisiete y dieciocho, que la viola da gamba era el instrumento que mejor imitaba la voz humana. Y es que su grave acento melodioso recuerda, en cierto modo, a una voz de barítono o de bajo, como si los compositores que en su día escribieron estas piezas siguieran hablándonos a través de ese instrumento.

El músico hace una pausa y comenta al público que los maestros franceses de la viola tenían como ideal el sonido de la campana, la vibración del golpeado bronce, que intentaban imitar en sus obras. También nos comenta que en los siglos diecisiete y dieciocho era habitual componer unas piezas llamadas tombeaux, que en francés quiere decir túmulos o tumbas. Estas piezas servían de elegía y homenaje a un difunto, mas también pretendían, en cierto modo, reflejar el espíritu del fallecido, ser un receptáculo de su memoria. Pienso, entonces, en la música como vaso del alma, como un ánfora donde ésta se encierra. El Tombeau pour Monsieur de Sainte–Colombe le père (Túmulo para Monsieur de Sainte–Colombe padre), obra de Monsieur de Sainte–Colombe le fils (es decir, el hijo de Sainte Colombe le père), es una pieza conmovedora. La viola, en sus lamentos desgarradores, alcanza agudos que hieren las fibras del alma. En otros pasajes, se abisma en insondables meditaciones sobre la vida y la muerte. Esta música es una verdadera lección sobre el dolor y la fragilidad humana. Finalmente, el concierto se cierra con dos piezas que imitan el sonido de las campanas, algo menos fúnebres que la pieza anterior, mas transidas por una densa melancolía. Al salir de la ermita, siento el frío de la noche en mi rostro. Algunas estrellas albas parpadean en lo alto, sobre los laureles de Indias y la fuente marmórea de la plaza del Adelantado.

sábado, 10 de octubre de 2009

Un tiento de Francisco Correa de Araujo



Francisco Correa de Araujo: tiento de medio registro de tiple, para órgano.

Al comienzo de esta música, se percibe enseguida la voz austera y sobria del órgano español. Su belleza no halaga directamente los oídos, como ciertas músicas italianas, sino que es más intelectual; requiere una especial atención de la mente para saborearla. Aunque Correa de Araujo nació en Sevilla, los vientos castellanos espiran sobre toda la música española del siglo dieciséis y le dan su impronta. En esta pieza se advierte un espíritu conventual, de místico recogimiento; detrás de los sonidos, hay unos ojos vueltos hacia lo interior, dirigidos hacia las honduras del hombre. Piénsese en la introspección necesaria para conocerse a uno mismo; en una angosta escalera de caracol que condujera, como un pasadizo vertical, a un campanario donde las palomas revuelan; en dos movimientos complementarios: bajar subiendo (bajando a uno mismo, se sube a lo trascendente) y subir bajando (subiendo a lo trascendente, se baja a uno mismo). La interioridad del alma y la trascendencia se hallan ligadas por un vínculo secreto, de modo que no puede entenderse una sin la otra. Parece que la música quisiera vivir consigo misma, como diría Fray Luis de León, lejos de todo ruido que la turbase, en un espacio de sagrada pureza. Quisiera llenar el silencio; ser el único sonido ensimismado que vibrase en el silencio. En este tiento no hay juegos de virtuosismo, sino solemnidad emocionada; no hay blanduras melódicas, sino acordes de un órgano que parece hablar consigo mismo (como decía Machado, quien habla solo espera hablar a Dios un día) mientras los muros de una iglesia, sumidos en penumbra, guardan silencio y acogen sus meditaciones.

viernes, 2 de octubre de 2009

Quaerendo invenietis



Johann Sebastian Bach. Canon a 2 Quaerendo invenietis, de La ofrenda musical. Intérprete: Musica Antiqua Köln.

Quaerendo invenietis. Buscando hallaréis. Así decía Juan, el evangelista. Así se llama uno de los cánones de La ofrenda musical, de Bach. Pero, ¿qué estaba buscando Bach mientras escribía este canon? Parece que estuviera indagando en la mente de Dios, en el nebuloso andamiaje de las leyes matemáticas que rigen el Universo, dibujando con las notas de su canon un velado reflejo de estas leyes. Gracias a la musicología, sabemos que la música de Bach, a menudo, se basa en combinaciones y series de números. Ya Pitágoras decía que todo es número. Y Bach, en su música, buscaba la armonía universal, la proporción divina, el número dorado, la magnitud a la que acaso responden todas las cosas del universo, desde la caracola que descansa en las orillas del mar hasta la forma de las galaxias espirales. Creó una música intelectual, hija de las especulaciones de la mente, y sin embargo llena, paradójicamente, de un hondo misticismo, que nace de su misma intelectualidad. Al igual que los geómetras del Renacimiento, como Luca Pacioli, buscaban la huella de Dios en la perfección de las figuras geométricas, Bach la buscaba en la perfección de las figuras musicales. Aunque La ofrenda musical, en apariencia, sea una obra de mero contrapunto, la mística se esconde tras las apariencias. Es una obra profana, sí, pero en la mayoría de las piezas que la forman se advierte una poesía enigmática, una estela de meditaciones que se pierde en el silencio, una velada presencia de lo trascendente.

El canon tiene dos voces; cada una es el reflejo invertido de la otra. Cada voz es el espejo sonoro de la otra. Pero la segunda voz no se recogía en la partitura original de la obra; el músico debía inferirla de la primera voz, tocando al revés la secuencia sonora de ésta. De ahí viene el nombre del canon; para hallar la segunda voz, es necesario buscar en la primera. Podría decirse que Bach ha reflejado en su canon, con ese juego de espejos, una de las ideas que Leibniz enunció en su Monadología y que se deriva de su noción de armonía preestablecida: todos los seres son espejos del Universo. La música es una especie de Vía Láctea, un camino de estrellas, una senda de breves puntos luminosos que nos guían, como la Vía Láctea guiaba a los peregrinos, en la inmensa noche oscura que atravesamos como si lleváramos una venda en los ojos y diéramos palos de ciego, en vano, entre las sombras. Sólo debemos ir tocando esos puntos luminosos, esa cartografía de la vida humana, como si fuéramos ciegos que leyeran un libro con los dedos, para llegar a la meta de nuestros pasos, a la fuente de la verdad, que nos aguarda paciente y escondida.

domingo, 27 de septiembre de 2009

Bonanza de septiembre


Océano en bonanza,
sesteas, dulcemente,
bajo el sol de la tarde,
sobre la media luna de la playa.
Unos niños erigen,
entre voces y risas,
castillos en la arena.
Una bañista, sola y deslumbrante,
se lava en tus orillas,
acariciada por un hondo viento
y una luz atenuada por las nubes.

Cerca de unos escollos,
reposan unas barcas, amarradas.
Y, sobre el horizonte,
la diáfana silueta de un velero
se pierde en la borrosa lontananza.
Una gaviota sube
los dominios del aire,
pero, luego, desciende
y casi roza el agua, volandera.

Océano en bonanza,
eres la suave gloria de septiembre.

sábado, 26 de septiembre de 2009

El órgano

Una mañana de sábado, en La Orotava, los ecos del órgano salen de las puertas de la iglesia de la Concepción y se esparcen por el aire de la plaza, donde las grandes palmeras abren sus penachos en la tibieza de la mañana y las hortensias nacen como globos rosas, violetas, azules y nevados. Atraído por esos ecos, entro en la iglesia. Es un recinto umbroso, calmo, dilatado. Como si fuera un viajero, asombrado, vago entre grandes columnas corintias y retablos del siglo dieciocho. Entro en una pequeña habitación, donde hay una pila bautismal de mármol blanco, una imagen del niño Jesús con un cordero a sus pies y una vidriera que representa el bautismo de Jesús. Sigo caminando bajo las naves de la iglesia y me detengo ante el púlpito de mármol de Carrara, sostenido por un ángel que hace de cariátide, un ángel de mirada y postura serenas. Me siento en un banco. Desenterrando los vestigios de mi fe maltrecha, intento rezar y apenas digo tres oraciones. La iglesia se ha quedado vacía. Antes de salir a la calle, me dirijo en alta voz al organista: “Toque algo de Bach, maese organista”. De súbito, me invade el ansia de escuchar la armonía de las esferas en la música del genio alemán.

Y debió de escucharme, ya que, unos minutos después, cuando vuelvo a la iglesia, está sonando un coral de Bach. La música, como un agua bautismal y purificadora, inunda el aire de las bóvedas. Los motivos sonoros se van reiterando como los arcos y las columnas. Las notas forman arabescos luminosos que parecen elevarse hacia Dios. Y, por unos momentos, el órgano ilumina la iglesia con la luz de un mundo desconocido, un mundo que descansa más allá de la muerte. Es una luz inmaterial, invisible, pero no menos cierta y fulgurante que la luz solar que atraviesa las vidrieras de la iglesia en esta mañana. Es una luz interior, cuya presencia me conmueve. Esta luz se trasvasa, por el órgano, desde ese mundo hacia éste, y se filtra en mi alma por mis oídos, que la están escuchando ahora. El órgano tiende un aéreo puente de sonidos entre dos mundos, entre dos orillas. Por unos momentos, en esta orilla se respira una paz inmensa, que refleja la paz infinita de la otra. Mi alma, sacudida por las resonancias del órgano, despierta del hondo sueño que estaba durmiendo. Y los vestigios de mi fe maltrecha resurgen de las sombras de mis dudas.

martes, 22 de septiembre de 2009

Una sonata de Muzio Clementi

Sonata Opus 24, número dos, en mi bemol mayor, de Muzio Clementi.


I. Allegro con brio.

II. Andante.

III. Rondó, Allegro assai.

Escucho una sonata para piano de Clementi. La verdad es que me resulta deliciosa. Quizá las sonatas de Clementi no hayan alcanzado la fama de las de Mozart y Haydn, pero no son, en modo alguno, desdeñables. El movimiento inicial, un allegro, es una melodía resuelta y decidida; enérgica, pero no violenta; profundamente clásica, en suma, pues una de las virtudes de las obras de arte clásicas es la unión de fuerza y elegancia.

El andante central es un milagro de sutileza y donaire musicales. Surge un espacio de infinito sosiego, donde los sonidos fluyen despacio. Una barca flota a la deriva sobre un océano en calma absoluta, dejando una leve estela en las aguas y en la memoria.

Una poderosa vitalidad y una alegría desbordante, unidas a fugaces pasajes de gran delicadeza, animan el rondó final. Éste parece casi una invitación al goce de la vida, una llamada a mirar con ojos limpios un día nuevo, un día que en su seno contuviera un tesoro formado de sol puro, azul celeste, pájaros volanderos, rocío, hojas frescas, árboles estallantes de gracia, aromas florales dispersos en los aires, hondas vibraciones de campos, mar y cielo.

miércoles, 16 de septiembre de 2009

La iglesia de san Agustín


La iglesia está clausurada. Hace muchos años, la arrasó un incendio. Sin embargo, desde una ventana abierta en sus muros, puede verse todo su interior. Me asomo para verlo. Esa ventana es la débil frontera que separa dos mundos aislados entre sí: la calle, vaivén de gentes, voces y ruidos, y la iglesia, meditación y sueño de ruinas.

Pese al incendio, el espacio conserva un aire sagrado. La iglesia ha quedado reducida a un bosquejo de formas esenciales. Columnas, arcos, muros. Páginas de un libro sagrado que mordieron las llamas. Signos incompletos. En el ábside, al fondo, vestigios de madera de un retablo emergen de los muros todavía.

Muy cerca de lo que fuera la entrada, sosteniendo un arco elíptico, dos columnas salomónicas se yerguen, mostrando sus barrocas torsiones, olvidando la ruina de la iglesia. La piedra es firme, tenaz, rebelde. Su dureza aún resiste el paso de los siglos. Sé que el fuego devasta, mas también purifica. Devasta y purifica al mismo tiempo. Me viene a la memoria la zarza transformada en hoguera que vio Moisés en el desierto; la columna de fuego que de noche guiaba a los judíos hacia la tierra de promisión; el carro de fuego de Elías. Mas, ¿qué ha purificado el fuego en esta iglesia? Yo diría que sólo ha devastado, imprimiendo en estos muros sus huellas de ceniza.

Grandes arcos de medio punto desnudos, que antaño sostenían la techumbre, ahora se yerguen como orantes manos, enlazadas para formar una plegaria con su gesto. Ruegan misericordia para sus viejas y gastadas piedras, que azota la intemperie. Las sombras de esos arcos se trasladan, según las horas van pasando, como la sombra de un reloj de sol fantasmagórico y enorme. Pero las ruinas siguen escondiendo una desolación aterradora, el abandono, la desidia, lo que no mira nadie. Me sobrecoge la melancolía del tiempo, las injurias del paso de los años, que me recuerdan la fugacidad de las cosas.

La iglesia carece de techo. Ahora, su techumbre es el cielo; una techumbre infinita, leve, azul como la pura trascendencia, como la eternidad incognoscible. Los muros derruidos, pese a los estragos de la ruina, oran en su mudez; elevan una plegaria silenciosa, un salmo vacío de palabras, hacia la techumbre infinita.

Grandes tuneras de encarnados frutos, dos jóvenes palmeras, varios arbustos, ásperas ortigas habitan el espacio de las naves. Ahora, en el estío, la yerba se ha secado, pero en los meses del invierno, cuando las lluvias abundantes fecunden la tierra, crecerán albas manzanillas, amapolas y alhelíes de sangre, delicadas violetas, numerosas y breves margaritas. Entonces, la iglesia devendrá constelación de flores silvestres, jardín cerrado, huerto de María.

(Ruinas de la iglesia de san Agustín, situadas junto al Instituto Cabrera Pinto, en La Laguna)

martes, 8 de septiembre de 2009

Matinal


En medio de una senda,
sentí la voz sonora de unos dragos.
Sentí su dulce savia,
una abundante sangre
que fluye, rumorosa,
en la madera de sus troncos.
La suave luz de la mañana fresca
llenaba de hermosura
la mar, el aire, el monte. Y se me daban
a conocer, manando
de aquella soledad acogedora,
insondables arcanos de la vida.

lunes, 7 de septiembre de 2009

Treno por las víctimas de Hiroshima

Treno por las víctimas de Hiroshima, de Krysztof Penderecki. Orquesta Sinfónica de la Radio Nacional de Polonia, dirigida por el propio Penderecki.

Ahora que se han cumplido, recientemente, setenta años de la invasión de Polonia por los soldados alemanes, el hecho que inició la Segunda Guerra Mundial, a uno le viene a la memoria el “Treno por las víctimas de Hiroshima”, obra del compositor polaco Krysztof Penderecki, escrita para cincuenta y dos instrumentos de cuerda. Pese a su condición de obra instrumental, es un verdadero treno, un canto fúnebre, una lamentación elegiaca, como las lamentaciones de Jeremías sobre la Jerusalén destruida. Durante los casi diez minutos que dura esta obra, que puede durar un poco más o menos según las versiones, uno escucha el vértigo de la desesperación, la ruina, la muerte. Sirenas y voces angustiosas atraviesan un aire oscuro. La imaginación se figura el humo del bombardeo, cargado de radiaciones, los incendios, las calles desiertas, los cadáveres fríos y silentes, las manos caídas, los ojos abiertos que ya no verán el sol de nuevo, el imperio terrible de la desolación absoluta. Casas, tiendas, bancos e iglesias devastados, reducidos a polvo en efímeros segundos. Las disonancias turban el ánimo, que se siente zarandeado por un río de sonidos ubicuos, extraños, abrumadores. En algunos momentos, los músicos arañan rabiosamente las cuerdas de sus violines, superponiendo sonidos agudos, desgarradores gemidos cuya intensidad amortiguan los escombros. En otros momentos, los sonidos graves sugieren el paso de los aviones.

Los oyentes más sensibles se sienten nerviosos al escuchar esta música; se imaginan caminando por el escenario del bombardeo; quisieran levantarse de los asientos que ocupan en la sala de conciertos y correr, desesperados, hacia donde la furia de los sonidos no los torturase. Los menos sensibles también se sienten nerviosos, pero la música les resulta enojosa, como el ruido de un taladro que estuviese horadando un muro, y se esfuerzan en abstraerse de la sala de conciertos. Mas, para todos los oyentes, los casi diez minutos se convierten en una eternidad, una eternidad vacía de sentido, semejante al infierno. Y todos nos hacemos las eternas preguntas: ¿por qué somos así?; ¿de qué manantiales oscuros nace la crueldad?; ¿por qué, a menudo, somos tan indiferentes al horror? Entonces, estremecidos, advertimos que, a lo largo de la historia, la mayoría de las patrias y banderas han sido coartadas de asesinos, artificios minuciosamente elaborados para la justificación de todos los horrores. Y al fin, cuando el treno cesa y los cincuenta y dos instrumentos guardan silencio, entendemos la necesidad de escuchar esta música, aunque su lamento nos duela, como un antídoto para el veneno de la inconsciencia, como un purgatorio sonoro de nuestras sombras internas.

domingo, 30 de agosto de 2009

A Jesús crucificado

Cristo crucificado, de Francisco de Goya. Óleo sobre lienzo (1780).

Amante universal, que a todos amas,
hoy mis desolaciones te confieso.
En tu grave presencia, me embeleso,
mientras en tu silencio, mudo, clamas.

Incéndiame en la hondura de tus llamas
y acabaré de tal incendio preso.
Ahora que tus pies y manos beso,
anégame en la sangre que derramas.

Bajo tu soledad conmovedora,
descanso, como laso caminante
que en la sombra de un árbol se demora.

Bajo tu amor, universal amante,
alcanzaré las luces de la aurora,
la diáfana pureza del diamante.

viernes, 28 de agosto de 2009

Adagio e cantabile

Domenico Scarlatti: Sonata en la mayor, K 208 (Adagio e cantabile). Robert Hill, fortepiano.

Suena el Adagio e cantabile de una sonata de Scarlatti, como un óceano remansado bajo las estrellas parpadeantes de una fresca noche. El pianoforte, ese piano arcaico del siglo dieciocho, lo va recitando con inefable dulzura, silabeando sus notas con infinita delicadeza, como si fuera revelándonos el ánimo de Scarlatti a la hora de escribirlas, los dramas interiores de un alma, que se traslucen por esta melodía. Mas, ¿qué late en el fondo de los sonidos? Suave gozo al que sucede una densa melancolía, como un cielo matinal que fuera ensombreciéndose por nubes lluviosas. Confesión arrobadora sin palabras. Lirismo puro.

domingo, 23 de agosto de 2009

Canción de la mar y el cielo


Sólo deseo, en el remanso
de unas horas de calma,
las olas oceánicas y eternas,
que se van sucediendo
con líquidos fragores,
y saltan, deshaciéndose en espumas,
como libres caballos.

Sólo deseo, en el ambiente
de una mañana soleada,
un ingrávido cielo,
que mis ojos inunde
con suaves esperanzas,
y me guarde, amoroso,
bajo un azul inmenso y delicado.

sábado, 22 de agosto de 2009

Guerra



De arriba abajo: Para eso habéis nacido, aguafuerte de Los desastres de la guerra, de Goya; bombardeo del ejército de Israel sobre Palestina, en el año 2009.


Traigo una rosa en sangre entre las manos
ensangrentadas. Porque es que no hay más
que sangre,

y una horrorosa sed
dando gritos en medio de la sangre.

Blas de Otero, Ángel fieramente humano



Los aviones están sobrevolando
la ciudad insegura,
cuyos largos gemidos
sobresaltan al mundo.
Con aceradas alas,
desgarran los espacios de la aurora.
Y siembran maldiciones,
lanzando bombas, Ícaros de fuego,
que reducen a escombros humeantes
el más durable muro.
En sótanos cerrados,
se esconderá la gente, silenciosa,
hasta que los aviones
se alejen, como sombras, en el viento.

Los soldados celebran
el rito de la sangre,
el triunfo del crimen y la muerte.
Y dejarán su estela:
grandes osarios, desoladas madres.
Sabemos que la historia
es un hilo de sangre derramada,
mas, viéndola de cerca,
sólo caben las voces del espanto.

Naciones agitadas
se consagran al odio,
en su danza de ménades furiosas.
La iniquidad es el mensaje
de todas sus banderas.


Nota del autor: aunque en la entrada aparezca una foto de los bombardeos del ejército israelí sobre Palestina, este poema no se refiere a la lucha entre ambos países. Es un lamento de carácter universal que condena toda guerra.

miércoles, 12 de agosto de 2009

El sueño de los justos

Vincent van Gogh: Naturaleza muerta con tres libros (1887). Óleo sobre tabla.

Al adentrarse en una biblioteca, es desolador acercarse a la sección de poesía y comprobar que los libros duermen el sueño de los justos. Nadie los hojea siquiera; nadie los ha solicitado en préstamo durante largos años. Garcilaso, Fray Luis o Quevedo siguen arrumbados en las estanterías, guardando silencio, esperando alguien a quien comunicar los caudales de belleza que atesoran. Sin duda, el menosprecio de las letras es algo común en nuestros días; un síntoma de la aguda crisis, no sólo económica, sino también de valores, que estamos atravesando. Y tengo la sensación de que, si deseamos buscar una salida a esa crisis de valores, debiéramos volver los ojos a la tradición literaria, de los clásicos griegos a la actualidad. O Europa vuelve a asumir los valores del humanismo (la consideración del individuo como ciudadano y no mero consumidor de bienes; el arte, entendido como nutrición del espíritu y no como rentable mercancía de lujo; la importancia del individuo frente a la masa) o la sociedad de consumo acabará hundiéndola en una miserable decadencia, a la que ya se dirige de forma inconsciente.

Canción de la biblioteca


En una biblioteca,
alejados del mundo en una sala,
remanso de silencio,
moran los libros de poemas.
Siglos de versos, deslumbrantes,
años de erudiciones y hermosuras
se esconden en sus hojas, esperando
las manos delicadas
que un día los descubran;
los ojos que leyéndolos despacio,
con moroso deleite,
los salven de la fosa del olvido.
Sin embargo, esos libros de poemas,
en sus estanterías,
duermen un largo sueño.
Descansan, como Lázaro, yacentes,
pero nadie se acerca
a devolverlos a la vida,
salvo yo, que sin ruido los hojeo.

Qué sensación de muerte,
desoladora,
me turba si los miro.
Cuánto me duele, en fin, su desamparo,
el silencio que guardan ante el mundo,
ese mundo insidioso
que los ha abandonado en esta sala,
igual que muebles en desvanes.

Fuera, la vida canta, en los verdores
de un parque soleado,
al que dan las ventanas de la sala.
Rodeando los muros,
bajo el azul purísimo del cielo,
fulgura la belleza.
Jacarandás erguidos
enseñan flores malvas.
Las mimosas descubren
el oro de las suyas.
Lozana yedra sube
el grueso tronco de un laurel umbroso.

El parque soleado
es el triunfo de una luz hermosa,
la apoteosis de la vida,
el suave mes de mayo.
Mas aquí, silenciosos,
en una fría sala,
sólo quedan la muerte y el olvido.

lunes, 3 de agosto de 2009

Los vencejos


En la azotea, desde
la balaustrada, miro los vencejos.
Como negras saetas,
danzan volando, con audaces giros,
en los desnudos áticos del aire.
Y los siguen mis ojos, admirados.
En un espacio libre de fronteras,
en una inmensidad vertiginosa,
ingrávidos, se mecen.

¿Qué leves garabatos
esbozan con sus alas,
afiladas tijeras de las brisas,
en la página azul de un vasto cielo?
¿Qué evanescentes formas, en las tardes,
sus vuelos insinúan,
enlazando sus hilos invisibles?
Mi alma les pregunta, silenciosa,
qué señales me envían,
qué me dicen sus vuelos.
Y sólo me responden,
lejanos en la altura, sus silbidos.

Lamentos elegiacos
de sílfides tornadas en vencejos
lloran la suave muerte
de un sol en el ocaso.

jueves, 30 de julio de 2009

Hay días angustiosos


Hay días angustiosos,
días en que me siento confinado
en mi ciudad angosta,
que muere de su tedio,
que naufraga en su turbia somnolencia.

Ha caído la noche
y salgo de mi casa.
La ciudad es absurda. No hay sentido
en los viejos burdeles,
donde aguardan las jóvenes, sentadas,
a algunos solitarios;
en las sucias tabernas,
donde los bebedores se reúnen;
en los míseros canes y mendigos,
abandonados a la misma suerte.

El cielo está desnudo;
apenas se divisan sus estrellas.
Si mis ojos levanto, sólo veo
melancólicas luces de farolas.
Las calles me susurran
su lamento inaudible, su cansancio.
Sobre las duras losas de una acera,
unos cristales hablan
de fracaso y olvido.
Yacen algunas hojas,
que un viento frío mueve.

Cuánto deseo conciliar el sueño,
en mi lecho calmoso.
Cuánto deseo que la luz del alba
desvanezca las sombras.

martes, 28 de julio de 2009

Indigente


Bajo un puente rugoso
de cemento desnudo,
un mendigo descansa,
vencido por su hastío.
El incansable tráfago de coches
y agobiados viandantes
resuena, escandaloso,
bajo los grises muros donde habita.

¿Quién gastará un efímero segundo,
lanzándole siquiera
una veloz mirada?
Se vuelven todos ciegos,
cuando ven la tragedia silenciosa
de un hombre abandonado.
Y dejan a los náufragos hundirse
en las mareas negras del olvido,
adormeciendo sus inertes almas.

Sólo un mísero perro,
más humano y piadoso que los hombres,
lame las secas manos del mendigo,
con su leal misericordia.
Él, sin duda, conoce
la soledad, el frío, las tinieblas.

Amargas enseñanzas
aprendo, silencioso,
del mendigo y el perro.
En mi alma, confluyen
todas las paradojas de la vida.

Canción de los plátanos


Ombra mai fu
di vegetabile
cara ed amabile,
soave più.

(Nunca fue sombra
de vegetal
tan cara y amable,
tan suave.)

Aria de la ópera Jerjes, de Haendel


Los plátanos, frondosos,
bordean la avenida.
Sus tiernas hojas verdes
relucen bajo el sol de una mañana;
se mueven en los aires.
Sin embargo, la gente no las mira.
Los viandantes se alejan como sombras,
indiferentes, cavilando
sobre miserias vanas.

¿Cómo nuestros sentidos, embargados
en un hastío yermo,
casi no se conmueven
ante unos árboles, tesoros
de luz y de frescura?
¿Cómo la silenciosa tiranía
de nuestra inercia nos somete?
¿Y cómo nuestras horas
regalamos al viento,
tan ciegos, a menudo,
a las súbitas luces de la vida?

Deberían dolernos en el alma,
hasta que al fin abramos nuestros ojos,
la ceguedad oscura,
los helados desaires
a la belleza de este mundo.

miércoles, 22 de julio de 2009

Una ceiba


En los jardines,
ante un muro, se yergue
la centenaria ceiba,
sosteniendo sus ramas,
torcidas y frondosas,
como brazos enormes.
Como una diosa madre,
bonancible, me ofrenda
su acogedora sombra,
su calma inalterada.
Y son mis pensamientos
sus innúmeras hojas,
donde reluce un sol de mediodía.

Ojalá mis canciones
tuviesen la frescura
de sus grandiosas ramas,
la sólida firmeza
de sus hondas raíces.

(Parque Viera y Clavijo, Santa Cruz de Tenerife)

domingo, 19 de julio de 2009

Desgarrando el silencio de la noche


Desgarrando el silencio de la noche,
un can aúlla, solo;
eleva sus gemidos
hacia la sorda luna indiferente.
No sé la casa donde llora
ni los motivos de su angustia,
mas siento, sin descanso,
sus voces, lastimeras y cercanas,
que me roban el sueño.
Todo el duelo del mundo,
envuelto en el sudario
de un oscuro silencio, sobrenada
en sus lamentaciones.

Los cipreses


En el patio sombrío
de lo que fuera antaño
un colegio de monjas,
se elevan los cipreses.
Como sombras delgadas
o mástiles frondosos,
dulcemente se mecen en el viento.
El ábside solemne
de una anciana capilla
emerge de unos muros
como un salmo de piedra silencioso.
Vigorosas, las yerbas
nacen de las junturas
de losas desgastadas.

Ahondan los cipreses
en el fondo del suelo sus raíces,
bajo los sedimentos del pasado.
Noto la soledad que los envuelve
y la angustia difusa
de sus verdes oscuros.
Bajo el azul intenso
del cielo de una tarde,
se elevan como lanzas, dominados
de una melancolía sosegada.
En su madera sufren,
como los hombres en sus carnes,
la débil hermosura de la vida,
la grave certidumbre de la muerte,
una sed insaciable
de sol y trascendencia.

He venido a mirarlos
e imaginar, a solas,
cómo fueron las risas de las niñas
que en su día jugaron,
iluminadas de alborozo,
entre ellos, erguidos
hasta besar el cielo.

(Antiguo Colegio de la Asunción, Parque Viera y Clavijo, Santa Cruz de Tenerife)

jueves, 16 de julio de 2009

A la viola da gamba


(Homenaje a Sainte–Colombe)

Viola da gamba,
eres hermosa y grave.
En tu silencio, duermen
olvidadas canciones,
lejanas y confusas resonancias.

El aire se conmueve,
enseguida que surgen
las vibraciones en tus cuerdas.
Con el arco y sus dedos,
el músico te roba
sones de miel oscura.
Tu madera destila
unas aguas canoras;
un arroyo que suena, lastimoso,
a nieblas y penumbras.

Algunos te llamaron, hace siglos,
imitadora de la voz humana.
Bien mereces elogios,
pues tu voz enamora los oídos.
Con ella, desatando
los nudos del silencio,
un alma se lamenta.

martes, 14 de julio de 2009

Apuntes de Galicia (III)


Del Navia caudaloso
las aguas, bajo un puente,
me llaman sin descanso.
Esas aguas sonoras,
que la luz atraviesa
hasta el fondo del río,
me halagan con su música fluida.
Esas aguas me dicen
que baje a sus riberas,
para que mis oídos
sientan su voz sagrada,
que habrá de confesarme
los arcanos del río.

(Puente sobre el río Navia, aldea de san Martín de la Ribera, Lugo)

domingo, 12 de julio de 2009

Apuntes de Galicia (II)


Hoy, a la tarde,
me he internado en un bosque
frondoso de castaños solariegos.
Airosas ramas,
troncos ancianos y raíces nobles,
envueltos en el musgo de los años,
han conmovido, en su humedad umbrosa,
mi alma sosegada.
Ahora, silencioso,
salgo del bosque y vuelvo,
por un sendero, hacia la aldea.

En este mes de julio,
los labradores han segado
las eras de centeno,
el oro de unos campos generosos.
El valle y sus laderas,
donde también reluce
el oro de la tarde,
ahora se me antojan
recién iluminados
por Dios, en los albores
deslumbrantes del mundo.

Desgrano, en el sendero,
unos tallos de avena
y cojo zarzamoras en los bordes
(unas saben amargas; otras, dulces).
Van callando las aves.
Oigo venir, con suave parsimonia,
a un pastor y sus vacas.
Los anuncia una música uniforme
y leve de cencerros,
que ya, también, anuncia
el fuego del ocaso
y la llegada lenta de la noche.

(Aldea de Villaver, Lugo)

Apuntes de Galicia (I)


Hoy, he evocado un viaje
que hiciera con mis padres, en la infancia,
a san Martín de la Ribera,
una lejana aldea de Galicia,
en cuyo suelo sus raíces
ahonda la familia de mi padre.

Una tarde de julio,
soy apenas un niño que desciende,
por una senda angosta,
a la margen de un río.
Ven mis ojos el río, deslumbrados,
absortos en las ondas.
Es el Navia, que suena, melodioso;
que bordean los álamos ancianos,
erguidos como lanzas,
en las húmedas márgenes umbrosas;
que refresca el ambiente
caluroso de julio.
En el hondo silencio
de san Martín de la Ribera,
vuelvo al estado original del hombre:
la comunión hermosa con el mundo.

Sólo porque esa tarde
gocé de aquel estado
inefable de gracia,
mi largo viaje mereció la pena.
Deseaba quedarme en ese bosque
y en esas márgenes del Navia,
morando, silencioso,
ese paisaje de Galicia.

(Aldea de san Martín de la Ribera, Lugo)